LOS LABERINTOS DE LA ETERNIDAD. Novela filosófica sobre la vida después de la vida









LOS LABERINTOS DE LA ETERNIDAD










LOS LABERINTOS DE LA ETERNIDAD
Novela filosófica sobre la vida después de la vida

Adiel Cañizares


A María Emma Cañizares
Y Marbella Dugarte,
por derecho propio



SINOPSIS












El diagnóstico médico de la fecha próxima de su muerte es la noticia más angustiante que pueda recibir una persona en su vida. Al desahuciado se le nublan los sentidos, le ruedan por el piso los ánimos de vivir y se vuelve presa de la desesperación; entonces llora a lágrima viva y eleva sus súplicas al cielo, se arrepiente de todo lo malo que cree que pudo haber hecho e implora misericordia, o maldice y reniega por su mala suerte de tener que morirse tan pronto.
No quiere morir; bueno sí…, pero no ahora. No entiende el porqué, menos aún que tenga que ser precisamente él/ella, y vocifera o dice en su fuero interno: «¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora, Dios mío!» Al final, por si acaso, se aferra a la vida; quien quita y no, ¿eh? Además, todavía le queda un recurso infalible, un último hilo donde agarrase en el suplicio de la desesperación, un concepto abstracto que no falla: la fe. ¡Tenga fe! ¡Las esperanzas son las últimas que se pierden! Es lo que ha escuchado repetir una y mil veces, y como no hay esperanzas sin fe, por eso se agarra a ellas con todo; es decir: con lágrimas y uñas; con promesas, confesiones, velas, rezos, cruces e imágenes; con flagelaciones y sacrificios expiatorios; con inciensos y sahumerios. —El ancestral proceder humano de creer en divinidades, ideas, cosas y personas es así, y nada lo puede cambiar—. Pide una merced; él/ella es creyente y todo creyente tiene derecho, ¿no? ¡Un milagro! ¡Eso nada más! Al fin de cuentas nunca se ha beneficiado de uno en su vida, así que esta es la oportunidad precisa para que Dios se manifieste y le haga el favor al que todo devoto tiene derecho, ¿verdad? Razón por la cual recurre a su Dios con fervor, y a cualquier otra ayuda celestial para que interceda por él/ella. —Ya sabes: no hay ateo en las necesidades extremas. Si las trincheras son la prueba de fuego del ateo, el desahuciado está un paso al frente; esto es, en la línea de fuego de la muerte—. Pero cuando pasan los días y ese prodigio no se materializa, el desahuciado cae en la desesperanza y su fe se quebranta; piensa que su Dios no ha escuchado sus súplicas o, peor aún, que lo ha abandonado; en consecuencia, se llena de frustración e impotencia. No obstante, por cuanto no falta quien le diga que hay que probar de todo, pues se deja llevar por otros vericuetos de la fe; o sea, que recurre a las artes del lado oscuro de la fe; al fin de cuentas lo único que realmente importa es prolongar la vida, que la indeseable parca se aleje lo más lejos posible. ¡Qué la Muerte se muera, carajo, para que no vuelva nunca más!
El desahuciado tampoco se deja engatusar con las promesas halagadoras de que se irá directo para el cielo a disfrutar de las delicias del reino de Dios —a su diestra, por supuesto, como lo ordena la católica, apostólica y romana santa madre Iglesia—; pero, ¡claro!, antes deberá recibir la chamusquina purificadora de las alitas al pasar por el purgatorio; o que vea usted, que el asunto es solamente estar dormido un tiempo, que después, ¡zas!, directo para el paraíso; y también está eso de que se irá para el limbo a esperar la gracia divina; o que nada más pelar el ojo y al momento estará reencarnando en otra vida mejor —fin del círculo de las reencarnaciones, es decir, la integración en la gloriosa nada del Nirvana—; igualmente, que si se inmola por su dios o sobrelleva con estoicismo el rigor de la ley le esperan las delicias del paraíso prometido, inclusas muchas féminas por toda la eternidad. Esas son las ofertas sempiternas que ofrecen algunas religiones como recompensa por el sufrimiento terrenal y la obediencia ciega a sus preceptos. Lo contrario conduce al pecado, y para ello se tiene la amenaza del castigo infernal de tormentos sin fin. Por otro lado, otros opinan que no somos más que simple materia orgánica, que de polvo somos y al polvo volveremos. Y, por último, también está la versión de los más versados, la de los señores científicos; dicen ellos que no somos sino composiciones carbónicas de partículas cósmicas (polvo de estrellas), que en el momento menos pensado de espacio y tiempo el Universo perderá su fuerza expansiva y se producirá lo implosión del macrocosmos —¡Dios no lo permita!—, y que después todo volverá a la nada.
Sin embargo, ninguna de esas ofertas o amenazas seduce, convence ni intimida al elegido por la muerte; por lo demás, le importan un rábano; lo único que realmente le preocupa es saber que pronto se va a morir, esto es, que el tiempo se acaba y esta vida suya no volverá a ser nunca más; ya que nadie, ni religión o credo alguno garantizan nada tangible.
De hecho todos sabemos que algún día vamos a morir; pero la incertidumbre de no saber cuándo aleja la posibilidad de que sea pronto, por eso es que no le tememos a la Muerte; sin embargo, es la única que en el último momento no nos desampara ni nos deja caer: nos carga.
Pero la verdad es que se necesita mucha entereza para aceptar el hecho inminente de la muerte.
Esta es una historia eviterna porque la muerte nació con la vida, y mientras haya vida...







1


Día uno












Después de un sueño intermitente, Jesús María despertó sobresaltado a las tres de la madrugada. Su sueño había sido muy inquieto durante el poco tiempo que consiguió dormir; pero como se trataba de algo que le venía ocurriendo en los últimos meses, por eso él sabía que por ahora sería inútil que intentara dormir unos minutos más, esto a pesar de su deseo y lo temprano de la noche. Su problema era que en algunas ocasiones los accesos de tos le robaban el sueño; y otras veces despertaba debido a la opresión asfixiante y el dolor punzante que sentía en la garganta.
Aun cuando el desvelo le causaba mucho agotamiento, no obstante, a las cinco de la mañana decidió levantarse porque tenía algo pendiente por hacer, y porque ya estaba hastiado de dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Pero levantarse requería de un penoso esfuerzo. Primero se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos tratando inútilmente de despojarse de la pesadez de la mala noche, hoy le estaba costando más dejar la cama, pues había dormido poco y mal; aunque la verdad era que últimamente tenía que armarse de mucho valor para no seguir acostado todo el día, dado que la tos le causaba una debilitación devastadora y en los últimos días estaba padeciendo de unos sudores fríos y un desfallecimiento vergonzante cada vez que caminaba o si hacía el más mínimo esfuerzo físico.
Para hoy mismo tenía una cita médica en el hospital. Después de muchas consultas y exámenes por fin iba a conocer el resultado definitivo de todos los análisis y el diagnóstico concluyente de la junta de médicos.
El médico empezaba a atender a partir de las siete, así que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita; pero ahora se había vuelto un hombre impaciente y si tenía algo pendiente por hacer le ocurría que la inquietud se apoderaba de él y solo conseguía tranquilizarse cuando podía cumplir con lo que estuviese esperando por resolverse.
Fiel a una vieja rutina, antes de pararse de la cama encendió su primer cigarrillo del día; lo aspiró lenta y profundamente, tal como si fuera el último de su vida; sin embargo, así fumaba siempre: con la delicia de un éxtasis divino.
A esa misma hora su madre ya se había levantado, aunque él sospechaba que no se había acostado en toda la noche, ya que la había oído desde antes de despertarse del todo; es decir, cuando todavía estaba en el sopor de bruma de un sueño ligero y las tenazas de los cangrejos ancestrales ya empezaban a cerrarse y a hundir con cizaña los cuchillos de doble filo dentro de su garganta.
La tragedia diaria de su vida empezaba con una resequedad mineral en la garganta, a continuación aparecían los puyazos que aumentaban lentamente de intensidad, era como si animales carniceros hundieran sus incisivos penetrantes en sus carnes más sensibles; después seguía la falta de aire, el esfuerzo para respirar y la picazón de garganta; y, por último: la tos dolorosa y asfixiante. La tos le producía dolor y el dolor le causaba más tos y esto le daba ansiedad y ganas de fumar y el cigarrillo le aumentaba la tos y la tos el dolor y así se convertía todo en un círculo exasperante que le inyectaba los ojos de sangre y lo hacía lagrimear. Quedaba exánime. En ese estado de postración e impotencia lo encontraba su madre cada vez con más frecuencia cuando iba a llevarle el té de hierbas olorosas y humeantes; estas infusiones eran las únicas que lograban revivirlo; pero no eran más que un paliativo efímero para una verdad irreversible que él durante un buen tiempo no había querido admitir.
Hasta hacía algunos meses atrás había sido un hombre monumental como una ceiba y fuerte como un toro. Fue demasiado grande desde antes de nacer y su peso y su talla casi que le cuestan la vida. Tuvieron que ayudarlo a nacer y el fórceps le dejó unas honduras en el cráneo que parecían cráteres de planetas ignotos. Y así creció, con un tamaño siempre muy grande para sus años, usando ropas de años más tarde y con los pies apretujados en los zapatos que le habían comprado hacía poco, los que al poco tiempo tenían que reponérselos por otros o romperle la punta para abrirle espacio a los dedos que luchaban por salirse.
Siempre había tenido una fortaleza de hierro, escasamente había sufrido de algún resfrío, parecía inmune a los padecimientos del cuerpo; quizás por eso fue que siempre creyó que la mayoría de las enfermedades de las que se queja la gente no eran más que estados de ánimo adversos a la buena salud. «Tal vez sea pura psicosis», decía cuando le hablaban de enfermedades. Con su madre, que siempre fue enclenque y enfermiza, era la única con quien se mostraba más comedido en sus comentarios; sin embargo, para ella se inventó una fórmula disimulada para decirle que no tenía nada: «Somos el resultado de lo que pensamos, y quien piensa en enfermedades se enferma», le decía.
Él creía que la mente domina al cuerpo, igualmente, que los pensamientos son la luz del intelecto que determinan el comportamiento y los placeres y dolores del hombre. «No es más que un pequeño malestar de garganta y un poco de tos»; se excusaba con su madre cuando le empezaron a dar con más frecuencia los accesos tos. «Es por culpa de la maldita tiza —se lamentaba—; lo único que me quedó después de tantos años de trabajo como maestro». Pero en ningún momento aceptaba que la causa fuera el cigarrillo.
Su madre, que nunca lo contradecía en nada, le aceptaba todos sus subterfugios de niño viejo; pero con la condición de que se hiciera examinar por un médico. «La próxima semana», prometía siempre; aunque la verdad era que no veía la manera de ceder sin verse obligado doblegar su orgullo, o de tener que meterse sus argumentos injustificables por el tubo de la razón natural. Pero la evidencia se fue haciendo tan apremiante y demoledora que ya no tuvo más recursos para seguir negándose. Cedió. A partir de ese momento su madre lo acompañaría siempre a las consultas, aunque a regañadientes porque él decía que estaba muy viejo para la gracia. Esa nosofobia suya fue la que le costó a su madre meses de súplicas para convencerlo de que se hiciera examinar por un médico; pero que por lo tardía de la misma, sería la causa por la que tendría que pagar con su vida.
Cuando Jesús María tenía cita con el médico, su madre se levantaba primero que él y, como si se tratara de un niño, estaba pendiente de que preparara las muestras de los exámenes; también mantenía las recetas al alcance de su mano para que no olvidara tomarse las medicinas; fue así como se convirtió en la enfermera más diligente, en la mujer abnegada que siempre lo tuvo prendido al cordón umbilical de su amor de madre.
Aun cuando lo sabía despierto desde muy temprano, María de los Ángeles le tocó muy quedo la puerta.
—Hijo, ¿ya está despierto? —dijo tratando de parecer tranquila, aunque sin mucha convicción.
La angustia porque el resultado de los exámenes fuera más grave de lo que ella misma esperaba la había mantenido en vigilia toda la noche; estuvo rogando a Dios y a todas las cortes celestiales, así como a las vírgenes, santos y santas, y a las ánimas benditas del purgatorio, que intercedieran para que la enfermedad de su hijo no fuera tan grave como ella misma suponía.
—Pase.
—Hijo, le preparé ésta toma con eneldo, borraja, tomillo, hierbabuena, albahaca morada y toronjil —dijo señalando la taza humeante que llevaba en la mano. Ella creía que las propiedades medicinales de las distintas hierbas eran más eficaces si se las combinaba en una misma cocción.
—Estuvo lloviendo casi toda la noche —comentó él; aún permanecía sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, en la mano derecha tenía una colilla de cigarrillo a punto de extinguirse; nada más vestía calzoncillos porque la tos le producía mucha sofocación.
—Estamos en julio —dijo su madre todavía con la taza humeante en la mano.
En ese momento fijó en él su mirada escrutadora de madre preocupada, lo miró sin el engaño de la compasión y se le reveló tal cual estaba; es decir, como un caparazón carcomido por el comején de la mala salud. Ya no era el hombre monumental de otros tiempos, ahora era solo un armatoste de huesos largos forrados en el puro pellejo.
—Ay, hijo, usted ya está en los puros huesos —dijo después de un suspiro poniendo al descubierto su pensamiento.
—¡Qué quiere, madre! —le contestó él con un dejo de impaciencia, luego alzó la cabeza para mirarla y protestó—: Si nada más estoy comiendo verduras machacadas y cocimientos de hierbas.
Él culpaba a la tos por el cambio de su estado de ánimo y de que hubiera bajado tanto de peso, ya que despertaba a los cangrejos implacables que oprimían su garganta y le impedían comer; pero la verdad era que todavía ignoraba cuál era la causa real de su padecimiento. Lo cierto era que en los últimos meses se le dificultaba ingerir alimentos sólidos y no soportaba tragar nada más que bebidas calientes y alimentos líquidos.
Solo después de tomarse sorbo a sorbo la tisana que le llevó su madre fue que se sintió con las suficientes fuerzas para bañarse y arreglarse para ir a la consulta. «¡Bueno, que pase lo que tenga que pasar!», le dijo a su madre en el momento en que se disponía a salir de la casa; y enseguida precisó sin más explicación: «Hoy no hace falta que vaya». Ella no insistió en ir a pesar de que se había preparado para acompañarlo; se quedó un tanto desalentada, ya que por primera vez no lo acompañaría desde que él había empezado a tratarse con el médico; pero si no persistió no fue solamente por no llevarle la contraria, aunque ella jamás cuestionaba sus decisiones, sino porque ese día, antes que acompañarlo, ella más bien prefería quedarse en casa para ir a la misa de siete a continuar con sus oraciones.
Lloviznaba y una niebla espesa cubría las calles. A esa hora todavía no empezaba a trabajar el transporte público, por lo que tendría que hacer el recorrido a pie desde su casa hasta el hospital. Abrió el paraguas y se abotonó el abrigo hasta el cuello. Su madre lo despidió en la puerta con toda suerte de bendiciones y buenos deseos; pero se quedó con un agrio sabor de incertidumbre en el corazón.
Antes, cuando su paso era ligero porque andaba a grandes zancadas, él hacía alarde de su costumbre de caminar, y entre risas decía que llegaba más rápido a pie que en burro; pero ahora que se agotaba en extremo por cualquier cosa que hiciese y que su paso se volvía cada vez más parsimonioso, detestaba caminar. Camino al hospital tuvo que detenerse varias veces para tomar un nuevo aliento a pesar de que caminaba casi todo el tiempo apoyándose en las paredes; sin embargo, llegó exhausto. El trayecto era de cinco cuadras; pero el hecho de haberlas recorrido a pie había significado un esfuerzo superior a sus fuerzas.
Cuando entró al hospital ya estaba llena de gente la sala de espera, eso le hizo suponer que iba a tener que rogar para que alguien le hiciera el favor de prestarle una silla para poder sentarse. Pero algo debía de notársele en el semblante, ya que todos le contestaron cortésmente el saludo, se callaron las conversaciones, todos los pares de ojos se quedaron clavados en él, y algunos se levantaron para ofrecerle la silla. Eran unas sillas metálicas, duras y frías, y estaban amarradas unas con otras con alambre dulce. Se desplomó estrepitosamente en la silla y varias personas sintieron el impulso e hicieron el ademán de querer sujetarlo para que no se cayera al piso. «No es nada, no es nada», dijo y les agradeció con una sonrisa trémula. Sin embargo, se supo el blanco de todas las miradas y sintió una furia ciega de impotencia por las miradas de lástima con que lo veían.
Las salas de espera de los hospitales son el lugar perfecto, el sitio ideal, el recinto apropiado para que las personas desahoguen con lujuria el suplicio de sus padecimientos. Todos parecen estar interesados en conocer la enfermedad del prójimo; pero en realidad todos están más interesados en ellos mismos, es por eso que todos hablan —y con el tono propio de aflicción para despertar admiración o lástima— de la enfermedad que sufren o que padecieron. Algunos muestran las cicatrices de las operaciones quirúrgicas, añoran la enfermedad que ya consideraban como parte del cuerpo, pues estaban acostumbrados a sus síntomas; sabían con precisión por donde empezaba el dolor, la intensidad y la hora y los remedios para el alivio, ahora solo les queda esa cortadura cicatrizada en su piel. Como las mujeres no se atreven a mostrar sus cicatrices porque el pudor se los impide debido a que la mayoría de sus operaciones son por las partes íntimas, se tienen que conformar con describir las intervenciones con lujo de detalles.
Todos quieren hablar al mismo tiempo, aunque nunca falta alguien que exige que todos los presentes le presten atención, su relato es el más importante y por eso habla más alto para que todos oigan; mas no falta quien lo interrumpa y le diga que eso no es nada comparado con tal o cual caso, y lo cuenta.
Después de convivir un tiempo con una enfermedad, tal parece que el enfermo aprende a quererla, por eso es que no pierde oportunidad alguna para hablar de su mala salud, la que a su vez asocia con la mala suerte o con un castigo divino de estar purgando quién sabe qué pena ni por quién. Así pues, ahí están todos contando, mirando, admirando o compadeciéndose, según sea el caso; al fin y al cabo es como si no quisieran desprenderse de una pertenencia suya.
¡Claro! Esto sucede en las salas de espera de los hospitales, es decir, en el lado amargo, el de la mala salud; porque al otro lado, esto es, en los pasillos o consultorios, ahí están los galenos hipocráticos y todo el séquito de níveas enfermeras donde parece reinar la buena salud. Allí todos ríen, cuentan chistes, beben café, hablan del club y se pasan los chismes de fulano, de mengano y de zutano; de la enfermera nueva, que está como Dios manda, si son los médicos; y del doctor fulano, que está como le da la gana, si son las enfermeras. Como algunos pacientes adquieren el nombre de la enfermedad, pues también hablan del enfermo de peritonitis, que se salvó de milagro; o el de la colitis, que es un grosero; o el de neumonía, que no lo salva ni el Dr. José Gregorio Hernández; del abuelo con cáncer de próstata que falleció esta madrugada; o del paciente de la cama número tal o del piso cual, porque algunos son nombrados por el número de la cama o del piso.
Y cuando empieza la consulta, ¡qué vaina!; porque los pacientes que desfilan por los consultorios llevan sus particulares achaques y manías: están los pacientes pregunta todo que parece como si quisieran aprender medicina en la consulta; los que confunden al médico porque padecen síntomas de enfermedades que no tienen; los que quieren decirle al médico lo que debe hacer; los tímidos que no quieren ponerse la bata para el examen porque dicen que es como no ponerse nada, ya que es muy transparente y no tiene botones ni cierre, y para colmo de males, lo primero que hace el médico —delante de la enfermera, por supuesto— es levantarles la bata para verles hasta el alma.
También están los remilgosos, que piden que no le recete tantas pastillas, doctor, que ya parece un pavo tragando maíz; o que no le mande tantas ampolletas, ¡por favor!, que ya tiene las nalgas hechas piedras; asimismo hay los que se quejan de que los jarabes que le recetaron no eran más que brebajes de curandero, que fue como lanzarlos al agua; y nunca faltan los desesperanzados de la medicina que piden: «Ordene que me echen cuchillo, doctor, que es lo único que puede salvarme». Todo esto ocurre ante la mirada impávida del médico y de los gestos de impaciencia de la enfermera, quien tuerce la boca, se alisa el pelo, suspira, mira para el techo y pone los ojos en blanco.

A pesar del frío que todavía estaba haciendo, ya que nada más eran las seis y media de la mañana y la temperatura no pasaba de once grados, Jesús María sudaba copiosamente; su frente era una fuente perlada de gotas de sudor que él se secaba incesantemente con el pañuelo o con el dorso del brazo. Eran unos sudores sin ton ni son que lo asaltaban en el momento más inesperado, y no era porque todavía llevara puesto el abrigo ni porque tuviera frío o calor, sino porque el cuerpo tiene reglas que gobierna a su antojo. Cuando caminaba por el pasillo rumbo al consultorio alguien le preguntó que si todavía estaba lloviendo recio, seguramente porque confundió el sudor que le manaba de la cara con gotas de lluvia. Él le hizo un ademán con la mano para indicarle que más o menos.
Ya tenía como media hora de haber llegado, permanecía sentado y ensimismado, no tenía ánimos de conversar con nadie. Estaba preocupado porque lo asaltaba el presentimiento de que le iba a dar un ataque de tos, realizaba un esfuerzo inútil por contenerla, carraspeaba bajo para no llamar la atención de los curiosos; pero la tos era cada vez más apremiante, era una necesidad irrefrenable.
 Con la bebida caliente que le dio su madre al levantase había logrado controlar la tos; sin embargo, hacía rato que las tenazas de acanto estaban acribillando su garganta. Cuando la tos ya era inminente se levantó de la silla en un último esfuerzo por pasar el trago amargo, buscó aire en cualquier parte, aspiró profundo y se abandonó a su suerte.
Durante el paroxismo de la tos vio las miradas de angustia, de lástima, de compasión: era lo que más temía y más detestaba en la vida. Así mismo sintió el rubor que encendía aún más sus mejillas, las que siempre fueron chapeadas por el frío de su páramo natal. Los ojos se le inyectaron de sangre y se le anegaron de lágrimas. A todos los que intentaron ayudarlo dándole palmadas en la espalda o tratando de sostenerlo les decía entre ahogos:
—No se preocupe, que ya se me pasa; gracias, gracias.
Después de la crisis de tos se sintió desfallecer y tuvo que sentarse de nuevo, le dolía terriblemente la garganta y la cabeza. Sin embargo, enseguida lo atacó la necesidad imperiosa de encender un cigarrillo; pero hizo un esfuerzo supremo para contener las ganas de fumar. Ahora no sudaba como antes, sino que era un sudor frío y viscoso. Recostó la cabeza hacia atrás en el respaldo de la silla y descabezó un sueño reparador. Soñó que era un niño de apenas siete años que acudía por primera vez a clases. Se vio sentado en los últimos puestos, alejado de los demás niños; pero no estaba allí porque se rehusara a participar en lo que los otros niños hacían, su aislamiento se debía a que la maestra no era una persona como él suponía, sino que era una vaca blanca con manchas negras. La vio dando la lección que todos los niños repetían a coro; estaba parada en sus patas traseras, una pata delantera la apoyaba en la mesa y en la otra portaba una regla, usaba lentes y tenía una voz cálida; era la maestra perfecta por el afecto que irradiaba, no, antes bien, era la perfecta mamá vaca. Él no alcanzaba a comprender cómo era que la vaca había aprendido a hablar y, mucho menos, por qué era la maestra del pueblo; además, cómo era que en su casa no se lo habían dicho.
La maestra vaca parecía ignorarlo, tal vez no sabía de quién se trataba porque era la primera vez que él acudía a clases; sin embargo, se quedó perplejo cuando ella hizo un alto en la lección y lo llamó por sus nombres y apellidos: «Jesús María Santiago de Alcázar Iturbe». Dijo presente todavía en sueños; el subconsciente había entrelazado perfectamente el sueño con la realidad. Abrió los ojos y se pasó la mano por la cara para cerciorarse de que estaba despierto. En el umbral de la puerta estaba la enfermera con su historia clínica presionada en una carpeta de aluminio que tenía apoyada en su cadera y que sostenía con una mano; el otro brazo lo balanceaba por encima de la carpeta, también tenía un bolígrafo en la mano que se metía y se sacaba en la boca; era ella quien lo había llamada de manera sincronizada con la maestra vaca de su sueño.
—Pase. Siga por el pasillo hasta el consultorio cinco, con el doctor Morales —le indicó la enfermera.
—¡Adelante!, sigue Jesús María —le dijo el médico cuando lo vio asomándose en la puerta del consultorio.
Tuvo un momento de indecisión porque el médico estaba acompañado por otros dos galenos, o tal vez eran pasantes de la Facultad de Medicina de la Universidad, porque eran muy jóvenes todavía. Ella era una mujer trigueña, tenía cabellos negros y ondulados, y se los sujetaba amarrados como cola de caballo en la parte alta de la cabeza; era de cara pequeña y agraciada, parecía una muñeca bonita, además, era consciente de su belleza porque coqueteaba abiertamente con los dos colegas; el otro médico era de estatura mediana y de temperamento nervioso; era blanco, muy pecoso y pelirrojo; aunque las cejas y el bigote los tenía negros, lo cual le daba una extraña fisonomía.
Los tres se quedaron mirándolo como si fuera un aparecido; pero reaccionaron rápidamente invitándolo a seguir adelante, la mujer se levantó de la silla y se la ofreció. Jesús María se sintió azorado por tanta afabilidad. «¡Buenos días!», dijo de una manera apenas audible; pero todos le respondieron efusivamente el saludo y eso lo cohibió aún más; principalmente porque la mujer lo miraba sonriente y él estaba condenado a padecer toda su vida la consecuencia de su timidez absurda.
El doctor Morales acompañó a sus colegas hasta la puerta y los despidió: a la chica con un beso en la mejilla y al joven con una palmada en el hombro. Al momento entró la enfermera con unas placas de rayos X, así como con una carpeta que contenía un legajo de papeles, ordenó todo sobre el escritorio del médico. «Es la historia del paciente con los resultados de todos los exámenes, el diagnóstico de la junta médica y las placas», dijo.
El médico empezó a leer el expediente que le había llevado la enfermera; eran papeles rosados, verdes, azules, blancos y morados. Después se levantó y fue hasta la ventana con las placas de rayos X en las manos, las miró a través de la luz del cristal; luego encendió una lámpara para rayos equis que estaba al lado de la ventana y las volvió a escrutar nuevamente.
Cuando se volvió a sentar, de una vez buscó entre los papeles hasta encontrar un sobre cerrado, lo abrió y lo miró con aire de gravedad, se veía absorto en la lectura y parecía decepcionado por lo que contenía el papel; después colocó el papel sobre la mesa con lo escrito hacia abajo; suspiró, apoyó los codos en el escritorio y se pasó las manos delicadamente por la cabeza.
—¿Y tu mamá, es que no te acompaña hoy, o está allá afuera? —le dijo el médico de pronto y lo sorprendió con lo inusitado de las indagaciones.
—No, no vino —respondió Jesús María, y agregó—: se quedó a regañadientes.
—¡Ah, qué problema! —dijo el médico, a continuación añadió—: Hoy hubiera sido mejor que te acompañara. En este caso hubiese preferido hablar primero con ella.
Jesús María miró por un instante al médico con más cara de sorprendido que de preocupado; pero reaccionó rápido.
—Yo soy el enfermo, doctor, y estoy lo suficientemente viejo como para que me diga qué es lo que tengo; ¿no cree usted? —afirmó, y enseguida finiquitó—: Lo más grave que pueda decirme es que este mal me va a matar pronto; pero para eso me preparo todos los días antes de levantarme de la cama.
Jesús María habló con tal seguridad y de forma tan serena que el médico pareció quedar relevado de una abrumadora responsabilidad y lo miró agradecido.
—Estás muy afónico.
—Es por la bendita tos.
—No —lo contradijo el médico—, es porque tienes sumamente afectadas las cuerdas vocales por la misma enfermedad.
Jesús María comprendió que el médico todavía no se decidía a decirle cuál era el diagnóstico definitivo de su enfermedad; ya que tenía la ronquera desde el primer día que lo pasaron a la consulta con él mismo. «Tienes la voz acigarrada —le había dicho en esa ocasión—, es preciso que dejes de fumar». Después lo encontró en la cafetería fumando y tomando café, y él mismo le ofreció un cigarrillo, no sin antes recordarle lo que le había dicho en la consulta: que debía dejar de fumar. No obstante, ese color del cobre en los dedos les había indicado a ambos que padecían del mismo hábito.
La aparición de la enfermera los salvó de la encrucijada de un laberinto de indecisiones donde ninguno de los dos encontraba la puerta de salida; el enfermo porque no se atrevía a preguntar, y el médico porque no quería ser fatídico. La enfermera le dijo al médico que un colega quería consultarle algo sobre un paciente nuevo, él le respondió que esperara un momento porque ya casi iba a terminar la consulta con éste paciente. Eso aligeró las cosas. El médico pareció encontrar en la prisa el valor que necesitaba para salir de la contrariedad de tener que desahuciar a un enfermo. No obstante, empezó a hojear nuevamente el expediente de la historia clínica, ahora con más prisa; pero alzaba la cabeza para mirarlo y volvía a leer los exámenes. Parecía más nervioso que el enfermo, quien permanecía expectante y se estaba llenando de ansiedad esperando que le dijera cuál era el diagnóstico definitivo.
El médico se levantó de la silla pensando en cómo informarle al paciente sobre su estado de salud sin causarle ningún trauma por la noticia fatídica que le iba a dar; sin embargo, se metió de todas maneras en los rodeos innecesarios que utilizan los galenos para disfrazar la verdad con verborreas que solo ellos entienden. «El propósito más caro de la medicina es poder arrancarle a la muerte un alma de sus manos», dijo a modo de comentario; enseguida miró un cuadro colgado en la pared donde aparecía un médico vestido de blanco realizándole una operación a un hombre acostado sobre una piedra, detrás de ambos estaba la figura descarnada de la muerte representada en una mujer apoyada en el bastón de una guadaña. «Ése es el fundamento de nuestro juramento hipocrático», precisó con orgullo. Volvió a coger las radiografías y las oteo de nuevo a la luz de la ventana, luego encendió otra vez el negatoscopio y examinó nuevamente las radiografías; después de colocarlas ahí una a una dejó la que le pareció la mejor de todas y procedió a explicarle con argumentos simples lo que mostraba la placa, hizo un círculo imaginario con la pluma estilográfica y le dijo:
—Aquí es donde se ve mejor la enfermedad.
Jesús María se acercó y miró detenidamente, pero no vio nada; por lo que le dio su impresión sincera, es decir, lo que sus ojos habían alcanzado a vislumbrar: «Al menos ahora le pueden fotografiar a uno la calavera antes de morirse». El médico lo miró con cierto aire de desconcierto, no obstante le dio la razón, y dijo: «La verdad es que visto de esa manera, tienes mucha razón; es como una fotografía en blanco y negro del esqueleto».
El médico se sentó de nuevo y entrelazo los dedos, luego le soltó la noticia de un solo trancazo; pero endulzada por el tecnicismo científico: «Tienes un carcinoma en su estadio acmé». Lo miró un instante a los ojos para ver el efecto que habían causado sus palabras, pero de inmediato se apresuró concluir:
—Esa es la conclusión a la que ha llegado la junta de médicos después de haber analizado todos los exámenes y las placas radiográficas.
—Doctor, será posible que me diga lo mismo en cristiano y en una palabra, digo, si se puede.
—¡Tienes cáncer! —dijo el médico con voz entrecortada, y continuó—: Lo siento, amigo; pero lamentablemente hay ocasiones en las cuales la medicina no cuenta con los medios necesarios para combatir una enfermedad, bien porque es incurable, bien porque no se descubre a tiempo. En un caso así solo nos queda un recurso que no es precisamente humano, sino que depende de la voluntad divina, y ése es un camino que nada más podemos recorrer con el favor de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María.
Al contrario de lo que el médico temía, Jesús María permanecía imperturbable; no había captado la dimensión funesta de la noticia o realmente todos los días se preparaba para enfrentar la muerte, tal como lo había dicho anteriormente.
—Es una noticia con aderezo —dijo Jesús María con sarcasmo—; puedo sopesarla en su completa dimensión: nada más que tengo cáncer; y, por supuesto, ya no se puede hacer nada, ¿verdad?; si no entendí mal sus palabras, doctor Morales. Y para encerrar el resto de mi vida en pocas palabras: estoy desahuciado.
Luego los dos hombres permanecieron en silencio por unos minutos, cada cual estaba absorto en sus pensamientos, parecía un mal compartido porque los dos se veían apesadumbrados. Para el enfermo era lógico, porque después de que un paciente le escucha al médico decir que padece una enfermedad incurable, su primera reacción es la de quedarse petrificado de terror, enseguida el primer pensamiento que lo agobia es el de saber cuánto tiempo le queda de vida. A partir de ese momento comienza la lucha contra el tiempo, un día más es un día menos, es el inicio de la cuenta regresiva; en adelante el desasosiego le carcome las entrañas, piensa que puede ser hoy, tal vez mañana, dentro de un mes o meses, años quizás, o tal vez el médico se equivocó. Ahora es doble la agonía. Antes, cuando ignoraba que tenía una enfermedad terminal, por muy grave que se pusiese, por lo menos mantenía la esperanza de poder recuperarse; pero ya no es así, ahora el fantasma de la muerte ennegrece su porvenir.
Después de un suspiro de resignación, Jesús María le soltó la pregunta a bocajarro al médico:
—¿Cuánto tiempo me queda?
—El que Dios disponga, ¡hombre!
—Quiero la verdad —insistió Jesús María.
—Creo que no pasas de dos semanas —sentenció el médico.
—Yo que he vivido la eternidad de un minuto, doctor, creo que tengo tiempo de sobra hasta para escribir un libro —dijo Jesús María muerto de risa.
Los dos rieron: el médico lo hizo por compasión porque creía que al enfermo lo traicionaban los nervios, y el desahuciado porque se reía de la vida.
—Lo único que nos pertenece es la muerte, la vida dizque se la llevó Dios el día que nos echó del Paraíso y nos dejó al garete para que nos pudriéramos en las exquisiteces inmundas de este mundo de mierda —dijo Jesús María mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos del bolsillo de la camisa.
—Gusta uno, doctor —le ofreció Jesús María.
—Esa es tu espada de Damocles —dijo el médico señalando el cigarrillo, pero corrigió de inmediato—: nuestra espada, digo, porque ambos le servimos de vaina.
—Si la muerte ha de llegar por una debilidad del cuerpo como esta, amigo mío, ¡bienvenida sea! —dijo el enfermo para justificarse.
—En ese caso —agregó el médico— tendríamos que decir: ¡que viva el vicio de fumar!
—¡Mátame tabaco!, ¡qué carajo! —exclamó Jesús María—; si al fin y al cabo de algo tenía que morirme.
Celebraron la ocurrencia con carcajadas. Jesús María se arrellanó en la silla, después hizo alarde de su destreza de fumador: aspiró una bocanada grande de humo, luego expiró siete copitos de humo en forma de círculo que parecían señales de indios. El médico trató de imitarlo, pero nada más pudo hacer tres círculos mal definidos; después de casi ahogarse con el humo se lamentó por no tener la destreza de su oponente, entonces lo elogió como a un gran veterano. «Nunca he podido hacer bien ese artificio», dijo.
El médico contó que había aprendido a fumar cuando empezó a estudiar en la Universidad, era una cuestión de hombres, dijo, ya que a las mujeres les parecían más varoniles los estudiantes que fumaban. Cuando se reunían a beber los fines de semana, era un compromiso jurado que cada uno llevara una cajetilla de cigarrillos sin importar la marca. Contó asimismo que hacían distintos tipo de competencias: como las señales de humo, fumar con la candela dentro de la boca, fumar y hablar sin quitarse el cigarrillo de los labios, o fumarse una cajetilla completa encendiendo uno con la colilla del otro. «Son boberías que se hacen a escondidas cuando somos muchachos —confesó el médico—, y que de puro brutos seguimos haciéndolas después de viejos».
Las frecuentes entradas y salidas, así como la cara de impaciencia de la enfermera, les hicieron comprender que la delicia de compartir un cigarrillo bien conversado había llegado a su fin.
El doctor Morales se levantó de la silla como si lo hubiesen impulsado con un resorte. Era un hombre de mediana estatura y con una calvicie casi total; para disimular la calva se entrecruzaba la cabeza con hebras de cabellos de las sienes, las que se fijaba con algún ungüento aceitoso, quedaba como un becerro recién lamido. Tenía unas ojeras congénitas acentuadas por el carboncillo de las desveladas eternas de su época de estudiante; pero bien separadas por el muro infranqueable de su nariz aguileña. Cuando estaba serio parecía un actor de teatro maquillado para una obra de terror; sin embargo, cuando empezaba a hablar de inmediato cautivaba a sus interlocutores por su manera delicada y sonriente con la que se dirigía a la gente.
El médico, después de prescribirle unas inyecciones para los momentos de más dolor, despidió a Jesús María con un abrazo de adiós eterno, con un hasta siempre jamás; pero antes de que cruzara el dintel de la puerta lo llamó, le guiñó un ojo y con una carga de inocente intención le dijo: «¡Hasta pronto, amigo!, solamente espero que san Pedro nos deje fumar en el cielo».
Cuando Jesús María caminaba por los pasillos del hospital le vio la cara a la mala salud; era como una araña monstruosa jineteada por la Muerte, la cual tejía su telaraña infernal para atrapar gente sin distinción de ninguna naturaleza. La vio en la cara de los niños, los jóvenes, ancianos, hombres y mujeres. No hay edad para enfermarse, es el más caro suplicio del cuerpo. ¿Castigo o bienaventuranza? De todas maneras, el hombre se ha inventado la ciencia de la medicina para luchar a brazo partido contra las desventuras del cuerpo.
Al salir a la calle vio que ya se había disipado la neblina. En la cumbre empezaba a salir un sol recién nacido, era el sol bobo de los días de lluvia de fines de julio. Por las calles todavía corría el agua de la lluvia, hacía poco que había dejado de llover. Las calles eran de concreto y tenían una pronunciada inclinación, por lo que el agua de la lluvia corría rápidamente y en poco tiempo las calles volvían a quedar secas y limpias. Se quedó parado por un momento en la entrada del hospital. Recordó que cuando él era niño la mayoría de las calles eran empedradas. Las casas seguían siendo iguales: hechas de mampostería o de adobes de barro revestidos de arcilla, con ventanas de madera y techos de tejas rojas, estaban bien alineadas y casi todas encaladas o pintadas de blanco.
En la calle la gente se dirigía presurosa a sus trabajos, a sus estudios, o a lo que fuera; era por la prisa cotidiana, las ganas de robarle tiempo al tiempo; pero así es el ritmo del progreso, la época de la modernidad; en fin, la necedad inútil de vivir con afán.
Esperó a que pasara el tren de la vida apresurada para embarcarse en el último vagón, el de la resignación; al fin de cuentas ya era corto el camino que le quedaba por recorrer. Miró el porvenir y le vio la esquiva cara, después de ahí la sima, la última caída, el fin del viaje, de regreso al polvo, la vuelta a la nada, camino a la muerte: ¡adelante!
Decidió que antes de volver a su casa iría al mercado; subió caminando a pesar del quebranto y de la aflicción. Cuando llegó a la Plaza Bolívar tuvo que sentarse a descansar un rato en uno de los bancos de madera. Era una plaza pequeña, pero muy bonita. Tenía pisos de granito rústico dividido en cuadros en diversos colores, altas palmeras, pinos podados en forma de hongos, jardinerías y sembradíos de grama; y, en el centro, sobre un pedestal de mármol, estaba la estatua del Libertador cabalgando un caballo encabritado y con la espada en la mano como invitando al eterno combate. La plaza estaba circunvalada por calles y avenidas; en sus costados quedaban la nueva catedral, el palacio de gobierno y edificios bancarios y comerciales.
Hacía casi un año que Jesús María no trabajaba por motivos de salud, desde entonces se iba todos los días para la plaza; mientras su madre entraba a la misa de ocho, él se quedaba sentado en alguna butaca de la plaza leyendo el periódico, llenando los crucigramas y viendo la vida pasar; no tenía ningún otro pasatiempo.
Cuando se sintió algo más recuperado se dirigió hacia el mercado principal, el cual quedaba diagonal a la plaza; necesitaba comprar algunas hierbas medicinales, las que lo aliviaban más que las mismas medicinas.
El mercado ocupaba media cuadra. Era un edificio de dos niveles y estaba dividido por un pasillo en forma de T, la parte transversal lo comunicaba de calle a calle. Por su ubicación y abastecimiento era el sitio de compras de casi toda la ciudad, por lo que siempre estaba abigarrado de mercancías y de gente. Pero la mayoría de las veces era un sacrificio ir de compras, había que tener cuidado para no pisar las mercaderías que los vendedores ponían en el piso; también se debía tener mucho cuidado con los animales vivos que se le atravesaban a las personas en el camino; o con las peleas de perros, ya que alguien podía salir mordido; o guillo con los rateros que podían sacarle el dinero de la cartera o del bolsillo y dejarle en su lugar un manojo de billetes de periódico; o que apártese que ahí vienen con la carne y lo pueden a manchar de sangre.
En la planta alta del mercado se vendían las mercancías secas y los víveres; ahí estaban las fritangas de pasteles y empanadas, y los anafes donde se asaba carne de cochino, pollo o res que le hacían agua la boca a cualquiera; también se hallaban las ventas de artesanías y toda clase de mercería. Ese era el mejor recinto del mercado, aunque a veces costaba hacer una ración de comida y la mayoría de las veces había que hacerse entender a gritos y comer de pie aguantando los empellones.
Porque la planta baja sí que era un verdadero fárrago de gente y de cosas. Los mercaderes disponían de espacios reducidos para las frutas, verduras, hortalizas, legumbres, flores, pescados, carnes, aves vivas, conejos, perros, loros, pájaros, hierbas, granos; había de todo en todas partes, era un despelote de padre y señor mío, salvado únicamente por el fantasma milagroso de los ánimos bien dispuestos.
En la entrada principal había colgado un letrero avisador con un estribillo que resumía la sabiduría popular en un refrán: “El que es delicado no va al mercado”. A los alrededores del mercado estaban los vendedores ambulantes que atosigaban a la gente con sus ofrecimientos; estaban los menesterosos exhibiendo sus desgracias; estaban las mujeres de la vida alegre esperando llevarse para un hotel de mala muerte a algún urgido de desahogo viril; estaban los perros callejeros peleándose por un hueso, los niños de la calle pidiendo algo para comer y los toneles siempre atiborrados de basura; y, dentro y fuera estaba el alma viva del comercio.
Jesús María compró flores secas de manzanilla, anís estrellado y varios manojos de eneldo, toronjil, hierbabuena, tomillo, ruda, albahaca morada y díctamo. Mientras realizaba las compras no lo dejaba en paz una tos pertinaz, por lo que el yerbatero le dijo:
—A mí me da mala espina esa tosecita suya.
—¡Qué diré yo que soy el dueño del rosal! Lo que pasa es que me tragué la corona de espinas de Jesucristo y se me quedó atragantada en el pescuezo —le respondió Jesús María con sarcasmo.
Pero de inmediato se sintió avergonzado por lo que había dicho, él nunca acostumbraba a dar respuestas mordaces. Siempre se había preciado de su capacidad para entender a la gente; comprensión y humanidad que la filosofía había cimentado con arraigo firme en su ser; en verdad que él sabía que no era un hombre irónico, por lo que ahora se desconocía a sí mismo, motivo por el cual se sintió obligado a ofrecerle una disculpa al vendedor.
—Discúlpeme, pero es que estoy malo —se excusó.
El hombre pareció no darse por aludido, sin embargo, antes de que él se fuera aprovechó la oportunidad para lanzarle una pulla.
—Dios castiga sin palo y sin rejo —dijo el yerbatero disimulando arreglar las hierbas, y concluyó—: por algo bueno no será…
Jesús María sonrió por la réplica satírica del yerbatero, pero el castigo se lo tenía bien merecido.
El que iba por primera vez al mercado se sentía aturdido con la tufarada de olores encontrados que se entremezclaban y le salían al paso como una bofetada, razón por la cual se veía envuelto en un marasmo de zozobra que solo podía resolver comprando a las voladas. Pero algunas veces ocurría algo inesperado, una cosa así como un milagro; es decir, donde todo quedaba en suspenso, se disipaban los malos olores, se apagaba la algarabía, se abrían los espacios, había un encantamiento casi generalizado; precisamente eso ocurría en este instante. De alguna parte del paraíso terrenal había surgido la mujer más bella de la tierra; su cabello de cobre encendido se desmadejaba en cascada sobre sus hombros y espalda; tenía ojos café, boca carnosa como un durazno maduro, nariz respingada y altiva, cejas como arcos de triunfos gloriosos y su piel era como la miel derramada. Usaba unas botas negras que le llegaban hasta las rodillas, un vestido rojo de terciopelo ceñido al cuerpo como otra piel más, y llevaba en la cabeza una boina negra ligeramente ladeada al lado izquierdo.
Caminaba con donaire y miraba a todos con una sonrisa angelical que dejaba al descubierto la albura de sus dos hileras de dientes perfectos. A su paso todos los hombres iban cayendo bajo el dominio del embrujo de su belleza; algunos la piropeaban, otros silbaban; y no faltó quien le hiciera la venia ni quienes se lamieron los labios con lascivia; mientras tanto, las mujeres se ahogaban en el caldo amargo de su propia hiel y del indecoro de la envidia; entre tanto, refunfuñaban: es igual a todas, decían algunas; es una descarada, decían otras.
Jesús María se encontró con ella frente a frente, la miró desde el abismo de melancolía de los dos puntos de agua de sus ojos desesperanzados y se reconfortó con el café que bebió en su mirada; se hizo a un lado para cederle el paso, ella se lo agradeció con una sonrisa; obedeciendo a un impulso viril giró sobre sus talones y la siguió con la mirada; la vio detenerse para comprar flores y cuando alguien corrió para regalarle las que ella quisiera. Merecía eso, el mundo y más, pensó; y lamentó de no haber tenido él la osadía de obsequiarle las flores. En realidad jamás se hubiera atrevido a tanto, él padecía de una timidez ingénita que nunca le permitió la honra de la compostura frente a las mujeres bellas. Pensó que una mujer así de preciosa únicamente podría ser conquistada por quien tuviese como halagarla con regalos de cosas costosas; aunque, quizás fuese tan romántica como para dejarse enamorar con flores y poesía, por eso le brindó en su pensamiento el gusto de la dicha fugaz, para ella y solo para ella: «Mi corazón se rebosó de alegría cuando mis ojos bebieron el café de tu mirada», suspiró.
Cuando salió a la calle no había tráfico y la gente corría hacia el edificio del Rectorado de la Universidad. Se dirigió hacia allí como todos los demás. La calle estaba llena de curiosos y de los estudiantes de leyes que hacían una de las primeras manifestaciones estudiantiles después del terror de la dictadura. Los muchachos aprovechaban las nuevas libertades democráticas del régimen recién instaurado en el país para hacer públicas y de forma libre sus protestas estudiantiles. Ahora era una novedad en la ciudad, por lo que llamaba la atención de los ciudadanos. Hasta hacía poco todas las reuniones eran secretas y había que tener mucho cuidado con los esbirros del gobierno, los que se infiltraban en todas partes para luego delatar a los llamados opositores del régimen. Los castigos eran terribles, razón por la cual se debía tener un cuidado extremo hasta con el más inocente comentario.
Los estudiantes mantenían viva la idolatría por la revolución cubana y por su líder Fidel Castro; entre ellos había estudiantes que usaban boinas negras con una estrella roja como insignia del comunismo. Algunos se subían a los muros de las jardinerías y arengaban a sus compañeros. Pero había más alborozo por la novedad que substanciación en el mensaje de los discursos; no obstante, todas las intervenciones eran aplaudidas y ratificadas con ¡hurras! Por el privilegio de su estatura, Jesús María podía ver todo lo que estaba aconteciendo.
Del recinto del rectorado salió un funcionario de la Universidad, quizás con alguna proposición para los estudiantes; habló con el que parecía ser el líder, éste habló con otros más, luego éstos pasaron el mensaje a sus compañeros; la propuesta seguramente fue satisfactoria, ya que los ánimos empezaron a languidecer y de momento todo quedó en calma. Al momento los estudiantes comenzaron a dispersarse. Ahí acabó una de las primeras manifestaciones estudiantiles libres y democráticas.
Una llovizna que empezó a caer en ese momento precipitó la retirada, tanto de estudiantes como de curiosos. Mientras contemplaba la manifestación estudiantil, Jesús María leyó un aviso pegado en la pared de un comercio, el cual le llamó poderosamente la atención. Un tal doctor Willy P., psiquiatra y parapsicólogo, graduado y con postgrado en Harvard University; igualmente, con estudios especiales en la India, anunciaba la comprobación de la reencarnación a través del regreso a vidas pasadas por medio de la hipnosis; así como la curación milagrosa de enfermedades incurables e inexplicables. Asimismo se invitaba a una sesión colectiva para el viernes a las tres de la tarde, la entrada era libre. Como en ese momento no tenía un lápiz a la mano, él arrancó la hoja de papel de la pared y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Cuando Jesús María volvió a la casa, su madre le tenía preparada una pisca con dos huevos blandos, aderezada con cilantro picado y acompañada con arepa de trigo y nata de leche; era su desayuno preferido, ella lo sabía muy bien y se lo preparaba cada vez que quería agasajarlo. Comió con apetito; pero tuvo que remojar la arepa en la pisca para ablandarla.
Mientras desayunaba le contó a su mamá que había participado de la visión más extraordinaria de su vida, y era que había visto en el mercado a la mujer más linda del mundo. «Era una beldad angelical y nos envolvió a todos en su aura mágica», suspiró. Le contó también con todos sus pormenores, que había presenciado una manifestación estudiantil frente al rectorado de la universidad, además, le aclaró a su madre que estas cosas ahora se podían hacer públicamente porque estaban en democracia. Hablaba a intervalos porque debía masticar bien los alimentos antes de tragarlos.
Su madre lo escuchaba en silencio, solamente afirmaba con la cabeza y de vez en cuando decía: «¡Ajá!» Y lo decía con énfasis de asombro o de incredulidad. Ella lo observaba atentamente mientras comía y hablaba, no quería interrumpirlo con la pregunta que se le estaba desbordando en el alma y que le provocaba una opresión terrible en el pecho, esperaba que él se lo dijera voluntariamente. Aunque trataba de mantener toda su atención en lo que él le estaba contando, sin embargo, no dejaba de pensar: «Me tiene el alma en vilo, ¿cuándo me lo dirá?, ¿qué habrá pasado?, ¿cuál sería el resultado de los exámenes?, !Dios mío!» También sabía que a él le disgustaba hablar de enfermedades, y menos de la suya.
Caminaba alrededor de la mesa del comedor, limpiando lo que estaba limpio, acomodando el centro de mesa, reacomodándolo, arreglaba las sillas, las alineaba, les pasaba un paño; tomó una silla y se sentó, se levantó, y otra vez se sentó; limpiaba las migas de pan del almuerzo del día anterior disparándolas con las uñas o barriéndolas con las manos. Le ofreció más pisca, que si quería más arepa o más nata. Suspiraba. Se alisaba la falda, se pasaba la mano por la cabeza. ¡Qué suplicio, Dios! Él seguía conversado de cualquier cosa, pero menos de lo que debía hablar. Empezó a sentir retortijones de estómago. Tenía las manos temblorosas, se las estrujaba, se las retorcía, se las tronaba, todos los dedos al mismo tiempo, después otra vez de uno en uno. Descansaba con un suspiro, y otro seguido; pero suave y disimulado para que él no le notara el nerviosismo. Se sentía como sobre una burbuja, navegaba a la deriva de los nervios, perdía peso y levitaba, las piernas le flaqueaban; vio un abismo y no vio nada, vio negro. Era solo un mareo momentáneo, así que se lo limpió de la cara con la palma de la mano.
María de los Ángeles había pasado la noche en vela y en el naufragio de la angustia, además, no había probado bocado desde el día anterior. Decidió comer también, aunque no tenía ni pizca de hambre. Por eso lo dejó para después.
La conversación había derivado hacia domesticidades. Ella no le preguntaba nada, no se atrevía porque prefería la duda a la verdad amarga, seguía con un mal presentimiento; no obstante, se reconfortaba a sí misma: «No es nada grave, son puras boberías mías». Por momentos cada uno se quedaba navegando en el lago de sus propios pensamientos, eran pausas necesarias mientras que él masticaba lentamente los trocitos de arepa y tragaba; pero de todas maneras se agarraba la garganta cada vez que iba a pasar, porque le producía mucho malestar engullir aun cuando la arepa estaba bien remojada y él la masticaba suficientemente.
Para finalizar el desayuno tomó directamente de la taza a grandes sorbos el caldo de la pisca. Después se tomó despacio el café guayoyo, estaba bien dulce como a él le gustaba; de sobremesa encendió un cigarrillo. De nuevo volvió a hablar de la muchacha que había visto en el mercado, esta vez con más entusiasmo, más apasionamiento, con todos los elogios que se le ocurrían; sin darse cuenta la estaba idealizando, endiosando, idolatrando; para concluir enfatizó:
—A pesar de haber sido una visión efímera, madre, tenía un fulgor tan angelical que me ha devuelto a la vida.
Para ella sus últimas palabras fueron, a la vez, como una puñalada álgida y abrasante en el centro mismo de sus entrañas, pues sintió un frío glacial que la recorrió de la cabeza a los pies; pero que retornó en una oleada de calor que le encendió las mejillas y la sofocó por un momento. ¿A qué se refería con eso de que lo devolvió a la vida? Entonces sintió otra vez el mareo, la ansiedad apremiante que le causaba un terrible desasosiego, la angustia de presentir un designio fatal. Quería que de una vez por todas él dijera lo que le habían dicho en el hospital, ¿qué era lo que en realidad tenía?, ¿cuál era la enfermedad que lo estaba consumiendo en vida? Pero él seguía hablando candorosamente de la mujer que había visto en el mercado, atribuyéndole cualidades que ignoraba por completo, todo lo hacía por pura especulación. En medio del candor, él volvió a decir: «Es la mujer perfecta que todo hombre quisiera encontrar en su vida».
Su madre lo puso en otra realidad cuando le advirtió: «Lo malo es que el hombre que se casa con mujer bonita mete al demonio en su casa». Lo dijo sin la intención de quebrantarle el entusiasmo, ni el deslumbramiento, ni ese enamoramiento a primera vista; por eso corrigió de inmediato:
—Pero cuando una mujer quiere a un hombre no le hace caso a otro ni aunque le pinte pajaritos de oro.
Al terminar de fumarse el cigarrillo, él dijo que estaba muy cansado, por lo que decidió ir a acostarse. Su madre se quedó bajo el manto de la incertidumbre. No tuvo la fortaleza necesaria para preguntarle qué era lo que le había dicho el médico. Así que debió conformarse con las propias conclusiones que le dictaba su corazón: si él no le había contado nada, de seguro que era porque no padecía ninguna enfermedad grave. Además, tenía tan buen semblante y demostraba tal entusiasmo cuando hablaba que era muy probable que el médico le hubiese dicho que pronto se iba a curar.
Pero de todas maneras se quedó navegando en un mar de dudas. Era inevitable. Un presentimiento de madre es tan diáfano como la verdad misma, y ella no lograba disipar la bruma de malos presagios que la acongojaban y le enturbiaban el corazón. Por lo que decidió dar el salto al abismo de la verdad descarnada para no seguir sumida en las engañifas piadosas de las suposiciones. «¡La verdad aunque me parta el alma! Nada más espero hasta que se despierte y de una vez se lo pregunto», pensó.
Cuando llevaba los platos para la alacena se detuvo un momento al pasar por el aposento de su hijo, como la puerta estaba entreabierta se quedó viéndolo por un instante, perecía dormido ya. Sin quererlo se dejó atrapar por la brecha siempre abierta de la nostalgia. Sin poder evitarlo sintió el impulso de otros tiempos, de cuando él no era más que su niño lindo y ella entraba a la habitación cuando estaba dormido y le acariciaba la cabeza, y jugaba con sus cabellos que eran como suaves hilos de oro. La conmovió profundamente ese recuerdo, remover uno era desempolvar otros y otros más. Tuvo que enjugarse con el dorso de la mano un par de lágrima solitarias que empezaban a recorrerle el camino surcado de sus mejillas marchitas. Se le hizo un nudo en la garganta. Como sabía que estaba al borde del llanto comenzó a hacer un esfuerzo supremo para retenerlo.
Regresó a la cocina y se lavó la cara con agua fría, como le pareció insuficiente metió la cabeza en el chorro, y tampoco resultó ser suficiente; razón por la cual se fue para el lavadero y sumergió la cabeza en la alberca, se soltó el moño y dejó que el cabello flotara, salió para respirar y volvió a sumergirse; quería ahogar la pena que la estaba ahogando a ella. El agua estaba helada, pero no le importaba.
Cuando empezó a tiritar fue que decidió que era mejor dejarlo así. Se exprimió el cabello, después lo retorció con la toalla y se lo enrolló en la cabeza con la misma toalla, le quedó como un turbante oriental. La cura de burro para ahogar las penas surtió sus efectos, pues se sintió mucho mejor.
El lavadero quedaba al final del patio de la casa junto a la pared colindante, estaba debajo del tanque de agua potable.
De regreso para la cocina se detuvo a quitarle unas hojas secas a los nichos de helechos que colgaban del travesaño del corredor; después siguió con las rosas, las begonias, las siemprevivas…; sintió hambre y fue a la cocina a prepararse una arepa de trigo rellena con cuajada y nata; mientras comía seguía podando las matas, removiendo la tierra de los tiestos, limpiando y reacomodándolo todo: esto para allá y aquello acá, y esta mata allí; se abstrajo de tal forma en la tarea de mantenimiento del jardín que se olvidó de todo y hasta perdió la noción del tiempo.
Era una mujer ósea y de la melancolía profunda. Toda su vida se realizó y desgració a los quince años. Se desarrolló precisamente tres días antes de cumplir los quince años; en cambio de regalo, su padre le dijo que dentro de dos meses se tendría que casar. Era un casamiento previsto y pactado por sus padres casi desde el mismo día de su nacimiento. Se encontraba en la huerta desyerbando con las manos el cultivo de zanahorias cuando sintió que se estaba humedeciendo, pensó que se estaba orinando y corrió para el baño, cuando se revisó vio una mancha achocolatada y se asustó mucho. Eran las nueve de la mañana, después fue al baño a cada momento, se cambiaba las pantaletas, se ponía algodón, recortó y deshiló un pedazo de sábana; pero más tardaba en cambiarse que en manchar lo que se ponía, ahora la mancha de color marrón se había convertido en sangre líquida. Cuando su padre regresó del trabajo por la tarde la encontró acostada y con una blancura de lirio; pero era más por el susto que por la hemorragia.
Desde los cinco años vivía sola con su papá, su madre había muerto después de seis abortos. Ella era su única hija. Su mamá debió padecer de alguna enfermedad en la matriz, ya que no podía gestar un embarazo completo, debido a ese problema casi todos los embarazos terminaron en abortos, ella fue la excepción; pero su mamá tuvo que pasar casi cuatro meses en cama, sin embargo, ella nació prematura a los siete meses. Cuando nació era como un renacuajo envuelto en una oleína blanca, sebosa y resbaladiza; la partera estuvo a punto de dejarla caer porque se le resbalaba de las manos. Nadie creyó que sobreviviera mucho tiempo; era tan mínima que después de bañarla la revisaron minuciosamente para cerciorarse si era una bebita normal. Con la excepción de que todavía no tenía cabellos ni uñas y de que se despellejaba casi al tacto, por lo demás se podía decir que era una niña sana.
Su llanto era como el maullido de un gatito, y su mamá tuvo mucha dificultad para amamantarla. Los primeros días se ordeñaba los pechos dejándole caer la leche a cuentagotas directamente en la boquita. Y así creció: esmirriada y enclenque; pero con la salud del acero templado de los enfermizos. Por eso cuando se desarrolló, a pesar de sus huesos largos, su cuerpo estaba todavía muy mal proporcionado para la vida conyugal, quizá debido a eso fue que sintió una angustia terrible cuando su papá —al saber por una vecina cuál era el motivo de su postración— le dijo que al término de dos meses debía casarse. Al parecer, solamente estaban esperando que ella menstruara para casarla, y eso le pareció una decisión terrible por parte de su padre.
Aunque ella había asumido responsabilidades de gente mayor cuando solo acababa de mudar los dientes de leche, haciéndose cargo de atender a su padre en todo, así como de los menesteres de la casa y de la huerta; sin embargo, no se consideraba lo suficientemente madura como para asumir la carga de esposa; concretamente no concebía como un hombre podía desearla como mujer si ella era como un botón de rosa que acababa de florecer. Y, por desgracia, con un grandullón que ella consideraba viejo y que además detestaba porque cada vez que la veía le pellizcaba las mejillas y le decía que ya estaba creciendo su pichoncita. Ese día aborreció a todos los hombres del mundo, incluso al padre que la había criado.
En alguna parte del alma femenina —en su innato romanticismo— parecen atesorarse sueños ignotos y todos llenos del más puro y platónico idilio. Las mujeres sueñan la manera y la forma del amor, y al sexo, al contrario del hombre, prefieren llamarlo hacer el amor y lo relacionan con un preludio y un después; por eso cuando piensan en las intimidades recuerdan eternamente las palabras y la ternura más que el acto mismo. Ellas siempre esperan que el amor les entre por los oídos con toda suerte de halagos y palabras amorosas y, a continuación, que les aturda el pensamiento y les embriague el corazón. Una vez que eso ha ocurrido ya nada las detiene; después no hay cerca que no salten, ni prejuicio o condición social o moral que ellas no estén dispuestas a quebrantar, la vida solo les sabe a lo que quieren, lo demás se lo pasan por el culo.
Si alguien afirmó alguna vez que toda mujer sueña con ser violada, poca razón no le faltó; apartando, por supuesto, un acto violento con un hombre que le resulte repulsivo y en un lugar tétrico, sino que tiene que tener la manera y la forma de sus sueños; es decir, que la rapte un hombre idealizado por ella (un hombre apuesto, rico y galante); y que después de ser raptada la lleve al lugar maravilloso en el que ella ha pensado, ideado, soñado…; en adelante, que demuestre su hombría y la subyugue, ella ya está dispuesta a dejarse violar, mejor dicho, poseer.
Ese tipo de argumento es el que ha llenado la literatura romántica de príncipes azules que raptan princesas que viven solitarias en los castillos donde son atormentadas por malvadas brujas. Si se llevasen estos sueños al psicoanálisis freudiano, fácilmente se comprendería que en realidad todo es parte de la romántica fantasía femenina; seguramente fue una mujer la que ideó a los príncipes azules para representar al amor desde el punto de vista femenino, y a la malvada bruja para simbolizar las imposibilidades de materializar el amor de la forma y manera como las mujeres lo idealizan o lo sueñan. En esto hay un acuerdo tácito y unánime, desde la adolescente hasta la anciana, dicho en otras palabras: es un asunto de mujeres.
Ahora es fácil comprender el sentimiento de odio hacia todos los hombres que experimentó ella cuando su padre le anunció que dentro de dos meses se tendría que casar con un hombre al que no quería. Por eso es común escuchar a las mujeres decir que alguien ha roto sus sueños.
Se llamaba María de los Ángeles. Su orfandad materna desde la niñez la había hecho crecer con criterio de gente mayor; pero irremediablemente envuelta en la cáscara amarga del ostracismo. Tenía recuerdos muy vagos de su madre, sin embargo, todas las noches al acostarse la añoraba y muchas veces sollozaba en silencio. Aquella noche la evocó más que siempre y lamentó de todo corazón que ella hubiera nacido viva; ¿por qué ella no había sido malograda como todos sus otros hermanos? Esa noche dio rienda suelta a todo el caudal de sus lágrimas. No tenía ninguna persona a quien recurrir, solo al santuario de reliquia que guardaba en su cofre de aderno; el cual consistía en una cadena trenzada con una medalla de oro en forma de corazón, ambas de veinticuatro quilates, la medalla tenía grabada por ambos lados la imagen de la Virgen de Coromoto; en el interior de la medalla guardaba los escapularios que su madre había llevado hasta la muerte.
María de los Ángeles ocupaba la misma habitación donde habían dormido sus padres durante su convivencia conyugal. Su papá, cuando su esposa murió, se mudó de aposento alegando que no podría conciliar el sueño en la misma cama y lugar donde había sido feliz durante más de diez años. Era el cuarto con mejor vista de la casa; por un lado tenía una ventana que daba al corredor del frente de la casa, por ahí todas las mañanas el aposento se bañaba con el perfume acabado de nacer de los claveles y el fragante aroma del díctamo; igualmente, desde allí se podía vigilar el paso del camino real, así podía enterarse de cuáles eran las personas que llegaban o salían de la casa; por la pared del fondo tenía una claraboya baja por donde se filtraba la luz de la luna en las noches claras de verano, también se podían ver los luceros; pero lo más bello era ver la cordillera nevada y, sobre todo, ver caer la nieve en julio y agosto; asimismo tenía una puerta grande de madera tallada con salida a la sala principal.
La casa era pequeña y chata; las paredes eran de adobes de arcilla revestidos de barro, el techo era de bahareques con arcilla y tejas, cuyas vigas eran de nudosas maderas. La casa tenía tres aposentos, uno de los cuales estaba destinado para los aparejos de las bestias y las herramientas de labranza, los otros se usaban para dormitorio; tenía una sala pequeña, que por lo general estaba ocupada con los productos de la cosecha; al fondo de la casa quedaba la cocina con una fogón terminado en forma de chimenea y un corredor que daba a la huerta doméstica, ahí tenían el comedor, que era un mesón rústico con cuatro taburetes de cuero; alrededor de la pared estaban dos poyos de maderas bastas que usaban para proteger la leña de la humedad; el corredor del costado derecho estaba cercado con horcones de medara, allí se amarraban las bestias de carga durante la cosecha y los bueyes en la época de arado de la tierra.
La casa tenía una posición privilegiada, estaba ubicada en la meseta de un risco desde donde se podía divisar a leguas si alguien se aproximaba por cualquiera de las dos laderas del frente, eso también le proporcionaba una vista hermosa; pero no era una mera casualidad que la casa tuviera esa posición, sino que el abuelo de María de los Ángeles lo había previsto como punto estratégico en los tiempos de exterminio de españoles y canarios; decreto que entonces dictara Simón Bolívar durante las luchas independentistas.
Subiendo por el fondo de la casa hacia un poco más arriba se llegaba a una gran piedra, después quedaba un precipicio de escarpados riscos por donde era imposible el acceso. Por eso era que su abuelo decía siempre entre malicioso y satisfecho: «Por detrás nos llegarán volando». Pero  era un arma de doble filo, porque de ser necesario, él tampoco podría escapar por ahí. La casa estaba cercada en sus alrededores por una muralla de piedras en forma de semicírculo a una altura de un metro.
No obstante el trabajo agotador y las interminables horas de soledad, María de los Ángeles era inmensamente feliz en su casa, sola con su padre; fue así hasta la mala hora en que le había bajado la regla.
Se quedó dormida casi al amanecer después de haber derramado todo el caudal de sus lágrimas, y por primera vez, desde que tenía uso de razón, se durmió sin rezar y con la ropa que tenía puesta.
Apenas si acababa de dormirse cuando la despertó la ventolera de estropicio que había armado su papá en la cocina. Se despertó asustada y con la bilis revuelta; pero no tenía ni idea de que todo era por el anuncio de su boda. En un primer momento creyó que se había quedado dormida y que su papá se estaba preparando su desayuno y el de los obreros. Al llegar a la cocina lo miró como desde otro mundo, y se quedó aturdida cuando él le dijo: «¿Y cómo durmió la futura señora de Santiago de Alcázar?» La sembró en la realidad de un solo golpe. Le echó el mundo encima con todo su peso. Hubiera preferido no despertar jamás, por lo que renegó entre dientes.
Ya habían llegado los vecinos de las casas más cercanas, por las miradas que le dirigieron sintió como si le hubieran descubierto algún secreto celosamente guardado; aunque no era precisamente eso, era algo peor, más bien se sintió desnuda ante las miradas de complicidad o de complacencia que veía en sus caras; pero lo que terminó de sacarla de quicio fue la llegada de su futuro marido. Él la saludó con una sonrisa y le obsequió un clavel blanco todavía húmedo por el rocío de la aurora y con el aroma acabado de hacer. «Para mi blanca palomita», dijo.
Estaba pálida por la rabia, sin embargo, le recibió el clavel por cortesía. Todos los vecinos que habían llegado se acercaron para felicitarla y desearle buena suerte en su futuro casamiento. Eran hombres y mujeres campesinos y casi todos analfabetas; aunque muy solidarios, amigables y buenos vecinos. Por eso cuando se enteraron de que la hija de Remigio Iturbe se iba a casar, muchos hicieron un alto en las labores del nuevo día para ir primero a la casa de Remigio a felicitar a la futura esposa de Jesús Santiago de Alcázar. Esa era la razón por la cual ese día había tanta gente en su casa ocasionando tal alboroto en el corredor y la cocina a una hora tan temprana, pues los vecinos más cercanos se habían aglomerado para felicitarla, además, estaban celebrando con su padre bebiendo aguardiente con café guayoyo, lo que llamaban calentaíto, que era muy bueno para el frío. Ese día todos sus vecinos le parecieron detestables y los odio desde el fondo de su corazón.
Los días siguientes le parecieron interminables a María de los Ángeles, fueron los días más aciagos de su vida. Vivía en una zozobra constante y creía que a cada instante se aproximaba el día de la tragedia de su existencia. Le agradeció la discreción a su futuro marido, él no se apareció por la casa durante toda la semana. Pero empezó a imaginar las cosas que podrían pasarle después de desposada, motivo por el cual, en su corazón lo odiaba cada día con más fuerzas; ya que asociaba al matrimonio con los embarazos, y éstos con los abortos; luego los abortos con la muerte y, al fin de cuentas, todo con su difunta madre.
Sin embargo, era consciente de que él siempre la había tratado bien, además, que continuamente le había dado obsequios en todos sus cumpleaños. También había sido él la persona que la enseñó a leer y escribir. Cuando era pequeña lo tomaba como un juego y disfrutaba con la idea de tener un novio para casarse cuando fuera grande; pero a medida que fue creciendo, sobre todo cuando entró a la adolescencia, empezó a molestarse por las bromas de sus primas y las amigas cuando le decían que pronto se iba a casar con un novio viejo.
En los días siguientes al anuncio de su boda su corazón estuvo en ascuas y la abrasaban sentimientos encontrados. Sentía que no tenía a quién recurrir y todo le producía un sabor agraz. Le daban retortijones de estómago y de vientre. Fue entonces cuando adoptó la manía de masticar y tragarse las hojas de díctamo; empezó por macerar las hojas entre los dedos para olerlas y para que sus dedos quedaran impregnados de su fragante olor; después se las comenzó a comer por hojas sueltas; pero terminó comiéndoselas por puñados, y con todo y tallo cuando estaba más nerviosa.
Ella creía ciegamente en las propiedades medicinales del díctamo, el cual, según su padre, era una verdadera panacea curativa. Según decía, se podía usar tanto para un dolor de estómago como para hacerle bajar una revoltura de lombrices a los niños; para las picaduras de animales ponzoñosos se usaba como emplasto machacado; tomado en infusiones servía para bajar la fiebre, calmar el dolor menstrual, hacer expulsar los cálculos de riñón, de la vesícula o de la vejiga; asimismo curaba la catarata, el insomnio, el catarro, la gripe, y hasta el cáncer. Pero su propiedad más prodigiosa era la de otorgar longevidad.
En su casa, el díctamo o yerba de cierva proliferaba como por encanto, lo había sembrada en tiestos, en la huerta y en el patio; por eso la casa amanecía bañada todos los días de su fragrante aroma, había tanto que la gente terminó por llamarla la casa del díctamo y recurrían siempre a pedirlo cada vez que lo necesitaban. «Véndame un manojito de díctamo», decían, y ellos siempre se lo regalaban. El primero en conocer la leyenda del díctamo fue su abuelo paterno en sus primeros contactos con indios del páramo, desde entonces le tuvo una fe ciega a sus propiedades medicinales.
Contaba su padre, que el padre de él había hecho un pacto sagrado con los indios para que el díctamo pudiera crecer en su patio, pues, según la leyenda, la yerba de cierva solo puede ser encontrada por los venados en la soledad de los páramos cuando el sol del ocaso baña con acuarelas de escarlata y naranja los escarpados riscos. Toda la familia siempre creyó que el pacto consistió en que el abuelo de ella les había enseñado a los indios métodos de labranza agrícolas para obtener una mejor y más abundante cosecha de hortalizas a cambio del secreto para hacer crecer el díctamo en el patio de la casa; no obstante, nadie tuvo nunca una certeza absoluta de que eso hubiese sido así.
Durante los primeros días, ella demostró mucha displicencia y apatía por su futura boda; sin embargo, una vez que la llevaron donde la modista para tomarle las medidas de su vestido de novia se dejó atrapar por la curiosidad; también el entusiasmo de su padre con los preparativos de su fiesta de casamiento terminó por contagiarla. Fue a partir de ese momento que se interesó en los pormenores de la vida conyugal y empezó a acosar con preguntas íntimas a su madrina, familiares y vecinas, que aunque no fueron muy explícitas le enseñaron lo indispensable como para perder el terror a la primera vez. «Con los hombres lo único que hay que hacer es darles todas las facilidades para que hagan las cosas lo mejor que puedan», le dijo una prima que tenía poco tiempo de casada.
La fiesta del casamiento duró tres días y tres noches. Se bebieron cien garrafas de miche, que era todo el aguardiente que había en los alambiques de toda la comarca; sacrificaron dos reses, cuarenta gallinas, tres cerdos y cinco pavos. Las dos familias tenían muy pocos parientes; pero fueron casi todos los vecinos de por lo menos veinte leguas a la redonda; la casa se llenó a reventar, por lo que se vieron en la necesidad de pedirles a los vecinos más cercanos que les prestaran taburetes, hamacas, petates, tazas, platos y cubiertos; además, tuvieron que improvisar un mesón de maderas toscas para poder servir las comidas.
Se había casado un viernes por la mañana, y el lunes por la noche todavía seguía siendo virgen; pero ella sabía que de esa noche no iba a pasar. Durante esos días las primas y las amigas le habían hecho toda suerte de bromas sobre lo que le pasaría la primera vez. Su padre, con el pretexto de acompañar a un compadre al pueblo, los había dejado solos desde la mañana. Durante todo el día su marido estuvo durmiendo; sin embargo, ella no se acostó a dormir a pesar del cansancio por lo prolongado de la fiesta de bodas, sino que se dedicó a reparar los estragos de la parranda. Ya por la noche, cuando se dispuso a costarse por primera vez con su esposo, estaba tan nerviosa que no podía abotonarse la bata de dormir; sin embargo, se percató de que él estaba en peores condiciones, pues vio que chapoteaba indeciso en un mar de nervios, por lo que ella tomó la decisión de salvar el trance y se dispuso a ayudarlo; primero le pidió que apagara la luz, luego se metió en la cama como Dios la echó al mundo.
Al contrario de lo que pensaba, él no tenía la urgencia que ella había supuesto. Primero le tomó una mano y le dio unos besitos insípidos, y ella temblaba de fiebre y de frío; después le habló de su vida, que no había amado a ninguna mujer esperando que su pichoncita creciera, le dijo que ella era su niña linda, su botoncito de rosa sin abrir, que no tuviera miedo, que si había esperado quince años esperaría una noche más, o dos noches, o tres, o las que ella quisiera; pero que arrímese para acá mi reina y acuéstese en mi brazo. Y ella no se dio cuenta en qué momento se fueron enroscando en un abrazo sin fin, ni cuando se le pasaron los temblores y se sumió en un precipicio sin fondo; al final era ella la que no quería salir a flote, sino que quería seguir ahogándose hasta la muerte; que no me deje en esta ciénaga fangosa, que no ve que no puedo vivir sin usted. Amanecieron amándose y conociéndose. Ella le habló de su soledad de huérfana y de ser hija única. Los seis meses de casada fueron los más felices de su vida.

Jesús María durmió como no había podido dormir desde hacía muchas noches. Tenía la tranquilidad sosegada de la resignación. Una vez que el médico lo había desahuciado pronosticándole que no viviría más de dos semanas, ya no tenía nada más de que preocuparse; mejor dicho, una vez que había aceptado la inminencia de la muerte, esto significaba, a su vez, la aceptación de lo inevitable; por consiguiente, ahora no existía ninguna incertidumbre sobre su destino inmediato. Solamente tenía que agradecerle a la vida que lo hubiera puesto sobre aviso con tiempo de sobra para arreglar todos sus asuntos terrenales. Cuando despertó eran pasadas las dos de la tarde. En ese momento todavía su mamá estaba en el patio arreglando el jardín, tenía la cara roja como un tomate y sudaba copiosamente. Ella había emprendido una renovación total de los nichos de helechos y del jardín; había podado y desherbado todas las matas, removido la tierra y mudado de lugar todos los materos dándole al jardín una vista nueva.
Al verlo pasar rumbo a la cocina, su madre alzó la cara para mirarlo y le sonrió ampliamente, probablemente esperaba que hiciera algún comentario; él le hizo un ademán con la mano juntando el índice con el pulgar y le guiñó el ojo para hacerle saber que le gustaba el cambio y siguió de largo para la cocina; allí encontró una olla con el bebedizo de las ramas medicinales todavía tibio; se tomó dos tazas para pasar la pesadez del sueño y para que le aliviara la resequedad de la garganta. Tenía una ligera sensación de alivio, era como si se hubiese despojado de una abrumadora responsabilidad con la vida; pero ¿acaso la vida es una pesada carga para algunas personas? Ahora bien, ¿en qué consistía su alivio, mejor dicho, su falta de preocupación? No tenía las respuestas a la mano, pero se conformaba con saber que ya nada le preocupaba en esta vida; con excepción de su madre. «¡Mi madre, carajo!; en realidad no había reparado mucho en eso. Tenemos muy pocos parientes, además, éstos viven muy lejos y mi anciana madre ya se acerca a los ochenta años de edad. ¡Coño, mi pobre vieja se va a quedar solita!»; reflexionó conturbado.
Luego se asomó a la ventana y la vio todavía en el jardín en su tarea renovadora. Y pensó: «No tengo las bolas tan bien puestas como para decirle que me voy a morir en cuestión de un par de semanas». Sintió una fuerte opresión en el pecho y se le hizo un nudo en la garganta, se sentó otra vez en una silla del comedor y admitió sin pudor que tenía unos irreprimibles deseos de llorar; no por él, por supuesto, sino por su madre que se iba a quedar íngrima en este mundo.
Ahora la inminencia de la muerte era un fantasma terrible, era la más horrible de las ineludibles consecuencias de la vida. Horas antes le había dado la bienvenida a la muerte, la había aceptado como un hecho natural, como la consecuencia lógica de la vida, como la puerta que se abre a la integración eterna a lo intangible, la nada, la vacuidad; y puede decirse que se sintió feliz y aliviado con la solución de la muerte a todos los suplicios del cuerpo. Claro que en ese momento solamente estaba pensando en sí mismo. Ahora, en cambio, al mirar a su madre totalmente abstraída en el jardín sembrando la vida en la naturaleza veía que era feliz; ella desconocía que la rodeaba la muerte, no sabía que su ser más amado estaba señalado por el sino fatal del inmediato deceso.
El nudo que oprimía su garganta se le deshizo de pronto en gruesas lágrimas sin que él pudiera evitarlo. Era la segunda vez que el llanto lo sorprendía desde que era un hombre. La primera vez fue cuando enviudó. Siempre se llora por los que se mueren, todo el mundo siente una gran pena por sus deudos; sin embargo, ahora él tenía un motivo distinto, lloraba por su madre, quien se iba a quedar sola en este mundo tras su muerte.
Como el llanto casi siempre es un buen paliativo para aliviar las penas, después de haber desahogado la opresión del pecho se sintió de mejor ánimo; se tomó otra taza de la tisana que le había preparado su mamá y se forjó un firme propósito: los días que le restaban de vida los iba a dedicar por entero a hacer feliz a su madre, simplemente los viviría de forma intensa al lado de su vieja. «Lo más importante en la vida no es el tiempo pasado, sino el que nos queda por vivir», pensó. Con en ese pensamiento se dio nuevos ánimos; preparó una bebida bien helada y se la llevó a su mamá.
—¿A qué se debe ése ánimo de renovación, ah, madre?
—Ya lo ve, hijo; aquí tratando de darle un nuevo aliento de vida a esta casa. ¿Cómo le parece? —dijo ella dando la vuelta en redondo con una mano extendida para señalar todo el trabajo que había hecho.
—Bonito, muy bonito. Todo se ve muy lindo, pero usted debe estar muy cansada, mi vieja. ¿Dígame en qué la puedo ayudar? Pero ¿cómo hizo para mover esos tiestos tan pesados?, ¿acaso vino alguien a ayudarla, o qué? Usted ya no está como para que se ponga a hacer tanta fuerza, recuerde que los médicos siempre le han dicho que no haga ningún trabajo pesado. Déjeme recoger la basura, siéntese tranquilita que yo termino de hacer lo que falte —dijo mientras recogía la basura con un rastrillo y la echaba en un saco. Después cargó un balde de agua y regó todas las plantas.
Su mamá, sentada en una silla mecedora que estaba en el corredor, lo observaba sonriente. Le pareció que su hijo tenía muy buen semblante, además, lo veía bien alegre mientras recogía la basura y regaba el jardín. «Tenemos que pintar la casa», propuso él. «También tenemos que renovar algunos muebles —agregó su madre entusiasmada—; quiero que todo luzca bonito y lleno de una nueva vida».
Hablaron como muy pocas veces lo hacían. Hicieron planes para pintar la casa y hacer algunos arreglos que desde hacía tiempo venían posponiendo. Se prometieron el propósito de empezar cuanto antes la restauración de la casa, principalmente la reparación del techo que ya tenía algunas filtraciones. Jesús María, muy entusiasta, buscó papel y lápiz y trazó un dibujo de las modificaciones que comprendería la restauración de la casa. Su mamá estuvo de acuerdo en casi todo. Lo único con lo que ella no estuvo de acuerdo fue con alquilarles las habitaciones a estudiantes. «Los cuartos deben estar disponibles por si nos visita algún familiar, o algún amigo suyo», argumentó ella.
—Hace tanto tiempo que no nos visita nadie —dijo él— que no creo que ahora se vaya a presentar alguien por acá.
Estaban sentados en el diván mirando hacia el jardín, él la tenía abrazada por los hombros; ella había logrado contagiarle al hijo su deseo de renovación y eso la hacía muy feliz, además, sentía como si lo hubiese rescatado de los brazos de la muerte. Recostada en su pecho y conversando de proyectos a largo plazo comprendió que había sido una tontería la angustia que había padecido durante la mañana. Después la conversación derivó hacia domesticidades.
Cuando empezaba a oscurecer cenaron con sendas tazas humeantes de cacao con leche de cabra y paledonias. Esa tarde fueron muy felices con sus propósitos de renovación del hogar. Sin embargo, los proyectos más hermosos concebidos al calor del optimismo idealista, luego la realidad se encarga de ponerlos en su verdadero sitio; es decir, en su justa dimensión, y a veces quedan terriblemente desbaratados por lo incierto y lo agraz de la vida.
Por la noche, después de un sueño escabroso, Jesús María despertó con una sensación asfixiante y un horrible dolor de garganta. Sentía como si le hubieran clavado mil espinas hirientes dentro de su garganta y que de alguna manera todas estuvieran sincronizadas por no sabía qué maldito engranaje que las hacía entrar y salir profundamente.
La espalda y el pecho los sentía abrasados por millares de puntos ígneos que parecían centellear y avivarse con cada respiro, por lo que se mantenía como una fogarada al rojo vivo. Ardía en fiebre. La tos era una expiración profunda que terminaba en un sonido sepulcral; una auténtica tos de perro viejo. No tenía fuerzas ni para abrir los ojos, que además le lagrimeaban constantemente como un manadero salobre. «Es el final», pensó. Ya se había forjado la convicción de que eran dos semanas las que todavía le quedaban de vida, por lo que había concebido planes de todas las cosas que podría realizar en todo ese tiempo. Hacía apenas unas horas que había estado hablando con su madre de los proyectos de renovación de la casa y los dos estuvieron muy felices con los planes de restauración.
Pero ahora parecía que se iba a interponer un obstáculo insalvable con el cual no había contado, aunque era un imprevisto conocido. «Sí, está bien, ya estaba advertido; sabía que la muerte le estaba pisando los talones, que lo tenía señalado con su dedo descarnado, que lo tenía encañonado y con el dedo en el gatillo; pero, ¡coño!, tampoco la vaina era para tanto, ¿por qué tanta prisa? ¿Acaso era necesario que se apresurara tanto?»; refunfuñaba consigo mismo.
Estaba acostado en posición fetal y mantenía las manos alrededor del cuello como queriendo estrangular al dolor; aunque por la presión que ejercía parecía como si fuera él mismo quien se dispusiera a acabar de una vez por todas con su vida. Quería levantarse para quitarse la ropa y abrir la puerta para que entrara aire fresco a la habitación. Sin embargo, se sentía tan débil que no creía tener las fuerzas suficientes como para estar de pie ni unos minutos, ni siquiera creía poder mantenerse sentado en la cama para desvestirse. Intentó llamar a su mamá; pero su voz era solo un murmullo apenas audible para él mismo. Temió lo peor y pensó que podría ocurrir de un momento a otro.
Cuando era muy joven mantenía la efímera esperanza de que en el último instante de vida, la muerte debería dar alguna señal evidente; pero que fuera algo más que un simple presentimiento o una corazonada; es decir, nada de premoniciones, sino una muestra tangible. ¿Tal vez una visión? No, así no, más bien tenía que ser una aparición real, aunque fuese muy fugaz, y que dijera algo así como: «Yo soy la Muerte, te llegó la hora y vengo por ti». Lo que siempre le parecía absurdo era que se presentara de improviso y sin aviso, o sea, como el ladrón que actúa con alevosía amparado en la oscuridad, además, que cayera sobre su elegido con un zarpazo fatal sin darle tiempo siquiera de verle la cara a su agresor, sin dicha ni dolor ni miedo; o que se presentara con la felicidad simple del trance al sueño, de lo cual nunca podemos percatarnos.
Sin embargo, con el tiempo se convenció de que era un absurdo tal suposición porque la muerte no era ninguna entidad superior, ningún ser intangible siquiera; sino que nada más es la otra cara de la vida. Así que el muerto es el único que no se entera que ha muerto.
En ese instante oyó la hora que dio reloj de la sala: dos campanadas. «Nada más las dos de la madrugada, es un día acabado de nacer», pensó. Un día más en su vida, tal vez el último, si era que amanecía con vida, porque sentía un quebranto tan demoledor que empezaba a dudar de que pudiera alcanzar a ver los rayos del sol de ese día. A lo lejos, la quietud y el silencio de la noche fueron interrumpidos por el alboroto de unos perros encarnizados con algo o con alguien. A esas horas de la noche había tal silencio que podía escuchar claramente hasta el bombo de su corazón.
Mientras la calentura lo iba sumiendo en un abismo infinito, en una ciénaga pantanosa, en el vértigo infernal de la caída a la vacuidad; en un último destello de lucidez escuchó un martilleó inclemente producido por una gota de agua en el fregadero; el goteo se fue haciendo tan nítido que era como si las gotas le estuvieran cayendo directamente sobre la cabeza produciéndole un insufrible dolor, y se volvían cada vez más tormentosas porque a medida que iban cayendo, al mismo tiempo alguien elevaba más y más la fuente de donde manaban para que el golpe fuese insoportable; poco después ya no eran gotas de agua, sino que eran cántaros de agua que se reventaban en el fregadero como explosiones de bombas que le astillaba la cabeza en mil pedazos. Era la más despiadada y enloquecedora tortura china.
De pronto se vio caminando sobre un terreno humoso; pero era como caminar sobre un pantano de fuegos álgidos, porque sentía que la piel se le quemaba por el frío, estaba aterido y temblaba sin control alguno. A continuación sintió como si estuviera caminando sobre la erupción de un volcán, ya que por todas partes se veían reverberaciones de una lava sulfurosa, todo el lugar estaba hirviendo. Si bien había una neblina espesa; ora por ahí, ora por allá le parecía distinguir los esqueletos carbonizados de árboles inmemoriales; era como estar en un bosque devastado por un voraz incendio donde los restos de árboles ya prácticamente reducidos a cenizas estuvieran todavía humeantes. El silencio era denso y sepulcral, parecía acabado de hacer, era como si nada ni nadie hubiera emitido nunca antes el más leve sonido. Dio la vuelta en redondo para comprobar si había algún camino de salida de tan tétrico lugar. Nada. Por todas partes y en todas las direcciones era lo mismo; sin duda estaba en el centro de un sitio que parecía no tener límites, sintió el naufragio de estar en el centro de un océano donde lo único que podía divisarse era cielo y agua; pero aquí el cielo era una niebla amarillenta y densa, y el agua era como una espesa sopa de cobre.
Metió las manos en la espesa masa reverberante para tener una idea más apropiada sobre la materia de la que estaba hecha; sin embargo, la tuvo que soltar en el acto con un gesto de repulsión y horror, lo que vio lo llenó de espanto y trató de quitarse del sitio en el que estaba; entonces corrió, y en su penosa carrera se cayó en uno y en otro lugar.
Cuando se hubo alejado lo suficiente del anterior sitio volvió a recoger otra vez un poco del líquido pastoso; pero en todas partes era igual y aun en pequeñas cantidades seguía haciendo erupciones que terminaban en bombitas como burbujas de jabón y dentro de cada burbuja volvió a ver lo que le había asustado tanto la primera vez; es decir, que se veían los rostros de personas desfigurados por algún terrible padecimiento. Inmediatamente la volvió a soltar; no obstante, comprendió que era inútil cambiarse de lugar, y sintió el horror de saber que estaba parado sobre esa extraña masa en ebullición que parecía contener a millares de seres en perpetuo sufrimiento. «¿Dónde diablos estoy?», se preguntó intrigado. «En el Infierno», le contestó una voz. Se quedó desconcertado. «Quiere decir que ya estoy muerto», indagó él. «Todavía no has muerto —respondió la recóndita voz, y enfatizó—: por eso esta vez vienes sólo de visita».
—¿Qué hago aquí? —quiso saber.
—Ya te lo dije antes —respondió la voz—, estás de visita.
—Esto no es real, no es más que un sueño, ¿verdad? Pronto despertaré y esto no habrá sido sino una fea pesadilla —dijo Jesús María.
—Puede ser… —le respondió la voz—. Tal vez esa sea la única salida.
—¿Quieres decir que no hay ninguna otra manera para salir de aquí?
—Aquí no existen los caminos de regreso —le confirmó la misteriosa voz.
—¿Entonces por dónde se llega? —volvió a preguntar él.
—La verdad es que todos los caminos conducen al Infierno —le reveló la voz. A continuación le oyó decir en tono burlón—: Aquí se llega por todos los caminos del placer: tanto del cuerpo como de la mente. Se puede decir que casi no existe escapatoria.
—Pero las religiones enseñan que son muchos los senderos del bien que conducen al cielo —replicó él a pesar de su irreligiosidad.
—¡Bah, bah!, ¡ni te creas, hijo! Nadie coge por senderos escabrosos. Mis caminos son mucho más fáciles de seguir —dijo la voz.
—Y hablando de otra cosa, ¿quién eres y dónde estás? —inquirió muy interesado.
—Soy Lucifer, y estoy en todas partes —oyó decir. Al instante se formó un gran haz de luz y de ahí salió una figura esbelta y de tan radiante belleza que lo dejó embelesado y boquiabierto.
—Quiere decir que el diablo no es como lo pintan —dijo él—. Pensé que eras como un cabrío macho y no un ser bello como un arcángel.
—La belleza es otra de mis armas —confirmó Lucifer, y agregó—: además, toda mi vida he sido arcángel.
Antes de desvanecerse como una materia volátil que se evapora en el aire, Jesús María le oyó decir: «Ya debes regresar, elige el sendero correcto, y recuerda, no puedes despertar aquí...».

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