LOS
LABERINTOS DE LA ETERNIDAD
LOS
LABERINTOS DE LA ETERNIDAD
Novela
filosófica sobre la vida después de la vida
Adiel
Cañizares
A María Emma Cañizares
Y Marbella Dugarte,
por derecho propio
SINOPSIS
El diagnóstico médico
de la fecha próxima de su muerte es la noticia más angustiante que pueda
recibir una persona en su vida. Al desahuciado se le nublan los sentidos, le
ruedan por el piso los ánimos de vivir y se vuelve presa de la desesperación;
entonces llora a lágrima viva y eleva sus súplicas al cielo, se arrepiente de
todo lo malo que cree que pudo haber hecho e implora misericordia, o maldice y
reniega por su mala suerte de tener que morirse tan pronto.
No quiere morir;
bueno sí…, pero no ahora. No entiende el porqué, menos aún que tenga que ser
precisamente él/ella, y vocifera o dice en su fuero interno: «¿Por qué a mí?
¿Por qué ahora, Dios mío!» Al final, por si acaso, se aferra a la vida; quien
quita y no, ¿eh? Además, todavía le queda un recurso infalible, un último hilo
donde agarrase en el suplicio de la desesperación, un concepto abstracto que no
falla: la fe. ¡Tenga fe! ¡Las esperanzas son las últimas que se pierden! Es lo
que ha escuchado repetir una y mil veces, y como no hay esperanzas sin fe, por
eso se agarra a ellas con todo; es decir: con lágrimas y uñas; con promesas,
confesiones, velas, rezos, cruces e imágenes; con flagelaciones y sacrificios
expiatorios; con inciensos y sahumerios. —El ancestral proceder humano de creer
en divinidades, ideas, cosas y personas es así, y nada lo puede cambiar—. Pide
una merced; él/ella es creyente y todo creyente tiene derecho, ¿no? ¡Un
milagro! ¡Eso nada más! Al fin de cuentas nunca se ha beneficiado de uno en su
vida, así que esta es la oportunidad precisa para que Dios se manifieste y le
haga el favor al que todo devoto tiene derecho, ¿verdad? Razón por la cual
recurre a su Dios con fervor, y a cualquier otra ayuda celestial para que
interceda por él/ella. —Ya sabes: no hay ateo en las necesidades extremas. Si
las trincheras son la prueba de fuego del ateo, el desahuciado está un paso al
frente; esto es, en la línea de fuego de la muerte—. Pero cuando pasan los días
y ese prodigio no se materializa, el desahuciado cae en la desesperanza y su fe
se quebranta; piensa que su Dios no ha escuchado sus súplicas o, peor aún, que
lo ha abandonado; en consecuencia, se llena de frustración e impotencia. No
obstante, por cuanto no falta quien le diga que hay que probar de todo, pues se
deja llevar por otros vericuetos de la fe; o sea, que recurre a las artes del
lado oscuro de la fe; al fin de cuentas lo único que realmente importa es
prolongar la vida, que la indeseable parca se aleje lo más lejos posible. ¡Qué
la Muerte se muera, carajo, para que no vuelva nunca más!
El desahuciado
tampoco se deja engatusar con las promesas halagadoras de que se irá directo
para el cielo a disfrutar de las delicias del reino de Dios —a su diestra, por
supuesto, como lo ordena la católica, apostólica y romana santa madre Iglesia—;
pero, ¡claro!, antes deberá recibir la chamusquina purificadora de las alitas
al pasar por el purgatorio; o que vea usted, que el asunto es solamente estar
dormido un tiempo, que después, ¡zas!, directo para el paraíso; y también está
eso de que se irá para el limbo a esperar la gracia divina; o que nada más
pelar el ojo y al momento estará reencarnando en otra vida mejor —fin del
círculo de las reencarnaciones, es decir, la integración en la gloriosa nada
del Nirvana—; igualmente, que si se inmola por su dios o sobrelleva con
estoicismo el rigor de la ley le esperan las delicias del paraíso prometido,
inclusas muchas féminas por toda la eternidad. Esas son las ofertas sempiternas
que ofrecen algunas religiones como recompensa por el sufrimiento terrenal y la
obediencia ciega a sus preceptos. Lo contrario conduce al pecado, y para ello
se tiene la amenaza del castigo infernal de tormentos sin fin. Por otro lado,
otros opinan que no somos más que simple materia orgánica, que de polvo somos y
al polvo volveremos. Y, por último, también está la versión de los más
versados, la de los señores científicos; dicen ellos que no somos sino composiciones
carbónicas de partículas cósmicas (polvo de estrellas), que en el momento menos
pensado de espacio y tiempo el Universo perderá su fuerza expansiva y se
producirá lo implosión del macrocosmos —¡Dios no lo permita!—, y que después
todo volverá a la nada.
Sin embargo, ninguna
de esas ofertas o amenazas seduce, convence ni intimida al elegido por la
muerte; por lo demás, le importan un rábano; lo único que realmente le preocupa
es saber que pronto se va a morir, esto es, que el tiempo se acaba y esta vida
suya no volverá a ser nunca más; ya que nadie, ni religión o credo alguno
garantizan nada tangible.
De hecho todos sabemos
que algún día vamos a morir; pero la incertidumbre de no saber cuándo aleja la
posibilidad de que sea pronto, por eso es que no le tememos a la Muerte; sin
embargo, es la única que en el último momento no nos desampara
ni nos deja caer: nos carga.
Pero la verdad es que
se necesita mucha entereza para aceptar el hecho inminente de la muerte.
Esta es una historia
eviterna porque la muerte nació con la vida, y mientras haya vida...
1
Día uno
Después de un sueño
intermitente, Jesús María despertó sobresaltado a las tres de la madrugada. Su
sueño había sido muy inquieto durante el poco tiempo que consiguió dormir; pero
como se trataba de algo que le venía ocurriendo en los últimos meses, por eso él
sabía que por ahora sería inútil que intentara dormir unos minutos más, esto a
pesar de su deseo y lo temprano de la noche. Su problema era que en algunas
ocasiones los accesos de tos le robaban el sueño; y otras veces despertaba
debido a la opresión asfixiante y el dolor punzante que sentía en la garganta.
Aun cuando el desvelo
le causaba mucho agotamiento, no obstante, a las cinco de la mañana decidió
levantarse porque tenía algo pendiente por hacer, y porque ya estaba hastiado
de dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Pero levantarse requería
de un penoso esfuerzo. Primero se sentó en el borde de la cama con la cabeza
entre las manos tratando inútilmente de despojarse de la pesadez de la mala
noche, hoy le estaba costando más dejar la cama, pues había dormido poco y mal;
aunque la verdad era que últimamente tenía que armarse de mucho valor para no
seguir acostado todo el día, dado que la tos le causaba una debilitación
devastadora y en los últimos días estaba padeciendo de unos sudores fríos y un desfallecimiento
vergonzante cada vez que caminaba o si hacía el más mínimo esfuerzo físico.
Para hoy mismo tenía
una cita médica en el hospital. Después de muchas consultas y exámenes por fin iba
a conocer el resultado definitivo de todos los análisis y el diagnóstico concluyente
de la junta de médicos.
El médico empezaba a
atender a partir de las siete, así que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita;
pero ahora se había vuelto un hombre impaciente y si tenía algo pendiente por
hacer le ocurría que la inquietud se apoderaba de él y solo conseguía
tranquilizarse cuando podía cumplir con lo que estuviese esperando por
resolverse.
Fiel a una vieja
rutina, antes de pararse de la cama encendió su primer cigarrillo del día; lo
aspiró lenta y profundamente, tal como si fuera el último de su vida; sin
embargo, así fumaba siempre: con la delicia de un éxtasis divino.
A esa misma hora su madre
ya se había levantado, aunque él sospechaba que no se había acostado en toda la
noche, ya que la había oído desde antes de despertarse del todo; es decir,
cuando todavía estaba en el sopor de bruma de un sueño ligero y las tenazas de
los cangrejos ancestrales ya empezaban a cerrarse y a hundir con cizaña los
cuchillos de doble filo dentro de su garganta.
La tragedia diaria de
su vida empezaba con una resequedad mineral en la garganta, a continuación
aparecían los puyazos que aumentaban lentamente de intensidad, era como si
animales carniceros hundieran sus incisivos penetrantes en sus carnes más
sensibles; después seguía la falta de aire, el esfuerzo para respirar y la
picazón de garganta; y, por último: la tos dolorosa y asfixiante. La tos le
producía dolor y el dolor le causaba más tos y esto le daba ansiedad y ganas de
fumar y el cigarrillo le aumentaba la tos y la tos el dolor y así se convertía
todo en un círculo exasperante que le inyectaba los ojos de sangre y lo hacía
lagrimear. Quedaba exánime. En ese estado de postración e impotencia lo
encontraba su madre cada vez con más frecuencia cuando iba a llevarle el té de
hierbas olorosas y humeantes; estas infusiones eran las únicas que lograban
revivirlo; pero no eran más que un paliativo efímero para una verdad
irreversible que él durante un buen tiempo no había querido admitir.
Hasta hacía algunos
meses atrás había sido un hombre monumental como una ceiba y fuerte como un
toro. Fue demasiado grande desde antes de nacer y su peso y su talla casi que
le cuestan la vida. Tuvieron que ayudarlo a nacer y el fórceps le dejó unas
honduras en el cráneo que parecían cráteres de planetas ignotos. Y así creció,
con un tamaño siempre muy grande para sus años, usando ropas de años más tarde
y con los pies apretujados en los zapatos que le habían comprado hacía poco, los
que al poco tiempo tenían que reponérselos por otros o romperle la punta para
abrirle espacio a los dedos que luchaban por salirse.
Siempre había tenido
una fortaleza de hierro, escasamente había sufrido de algún resfrío, parecía
inmune a los padecimientos del cuerpo; quizás por eso fue que siempre creyó que
la mayoría de las enfermedades de las que se queja la gente no eran más que estados
de ánimo adversos a la buena salud. «Tal vez sea pura psicosis», decía cuando le
hablaban de enfermedades. Con su madre, que siempre fue enclenque y enfermiza,
era la única con quien se mostraba más comedido en sus comentarios; sin
embargo, para ella se inventó una fórmula disimulada para decirle que no tenía
nada: «Somos el resultado de lo que pensamos, y quien piensa en enfermedades se
enferma», le decía.
Él creía que la mente
domina al cuerpo, igualmente, que los pensamientos son la luz del intelecto que
determinan el comportamiento y los placeres y dolores del hombre. «No es más
que un pequeño malestar de garganta y un poco de tos»; se excusaba con su madre
cuando le empezaron a dar con más frecuencia los accesos tos. «Es por culpa de
la maldita tiza —se lamentaba—; lo único que me quedó después de tantos años de
trabajo como maestro». Pero en ningún momento aceptaba que la causa fuera el
cigarrillo.
Su madre, que nunca
lo contradecía en nada, le aceptaba todos sus subterfugios de niño viejo; pero
con la condición de que se hiciera examinar por un médico. «La próxima semana»,
prometía siempre; aunque la verdad era que no veía la manera de ceder sin verse
obligado doblegar su orgullo, o de tener que meterse sus argumentos injustificables
por el tubo de la razón natural. Pero la evidencia se fue haciendo tan
apremiante y demoledora que ya no tuvo más recursos para seguir negándose.
Cedió. A partir de ese momento su madre lo acompañaría siempre a las consultas,
aunque a regañadientes porque él decía que estaba muy viejo para la gracia. Esa
nosofobia suya fue la que le costó a su madre meses de súplicas para
convencerlo de que se hiciera examinar por un médico; pero que por lo tardía de
la misma, sería la causa por la que tendría que pagar con su vida.
Cuando Jesús María
tenía cita con el médico, su madre se levantaba primero que él y, como si se
tratara de un niño, estaba pendiente de que preparara las muestras de los
exámenes; también mantenía las recetas al alcance de su mano para que no
olvidara tomarse las medicinas; fue así como se convirtió en la enfermera más
diligente, en la mujer abnegada que siempre lo tuvo prendido al cordón
umbilical de su amor de madre.
Aun cuando lo sabía
despierto desde muy temprano, María de los Ángeles le tocó muy quedo la puerta.
—Hijo, ¿ya está
despierto? —dijo tratando de parecer tranquila, aunque sin mucha convicción.
La angustia porque el
resultado de los exámenes fuera más grave de lo que ella misma esperaba la
había mantenido en vigilia toda la noche; estuvo rogando a Dios y a todas las
cortes celestiales, así como a las vírgenes, santos y santas, y a las ánimas
benditas del purgatorio, que intercedieran para que la enfermedad de su hijo no
fuera tan grave como ella misma suponía.
—Pase.
—Hijo, le preparé
ésta toma con eneldo, borraja, tomillo, hierbabuena, albahaca morada y toronjil
—dijo señalando la taza humeante que llevaba en la mano. Ella creía que las
propiedades medicinales de las distintas hierbas eran más eficaces si se las
combinaba en una misma cocción.
—Estuvo lloviendo
casi toda la noche —comentó él; aún permanecía sentado en el borde de la cama
con la cabeza entre las manos, en la mano derecha tenía una colilla de
cigarrillo a punto de extinguirse; nada más vestía calzoncillos porque la tos
le producía mucha sofocación.
—Estamos en julio —dijo
su madre todavía con la taza humeante en la mano.
En ese momento fijó
en él su mirada escrutadora de madre preocupada, lo miró sin el engaño de la
compasión y se le reveló tal cual estaba; es decir, como un caparazón carcomido
por el comején de la mala salud. Ya no era el hombre monumental de otros
tiempos, ahora era solo un armatoste de huesos largos forrados en el puro
pellejo.
—Ay, hijo, usted ya
está en los puros huesos —dijo después de un suspiro poniendo al descubierto su
pensamiento.
—¡Qué quiere, madre! —le
contestó él con un dejo de impaciencia, luego alzó la cabeza para mirarla y
protestó—: Si nada más estoy comiendo verduras machacadas y cocimientos de
hierbas.
Él culpaba a la tos
por el cambio de su estado de ánimo y de que hubiera bajado tanto de peso, ya
que despertaba a los cangrejos implacables que oprimían su garganta y le impedían
comer; pero la verdad era que todavía ignoraba cuál era la causa real de su
padecimiento. Lo cierto era que en los últimos meses se le dificultaba ingerir
alimentos sólidos y no soportaba tragar nada más que bebidas calientes y
alimentos líquidos.
Solo después de
tomarse sorbo a sorbo la tisana que le llevó su madre fue que se sintió con las
suficientes fuerzas para bañarse y arreglarse para ir a la consulta. «¡Bueno,
que pase lo que tenga que pasar!», le dijo a su madre en el momento en que se
disponía a salir de la casa; y enseguida precisó sin más explicación: «Hoy no
hace falta que vaya». Ella no insistió en ir a pesar de que se había preparado
para acompañarlo; se quedó un tanto desalentada, ya que por primera vez no lo
acompañaría desde que él había empezado a tratarse con el médico; pero si no
persistió no fue solamente por no llevarle la contraria, aunque ella jamás
cuestionaba sus decisiones, sino porque ese día, antes que acompañarlo, ella
más bien prefería quedarse en casa para ir a la misa de siete a continuar con
sus oraciones.
Lloviznaba y una
niebla espesa cubría las calles. A esa hora todavía no empezaba a trabajar el
transporte público, por lo que tendría que hacer el recorrido a pie desde su
casa hasta el hospital. Abrió el paraguas y se abotonó el abrigo hasta el
cuello. Su madre lo despidió en la puerta con toda suerte de bendiciones y buenos
deseos; pero se quedó con un agrio sabor de incertidumbre en el corazón.
Antes, cuando su paso
era ligero porque andaba a grandes zancadas, él hacía alarde de su costumbre de
caminar, y entre risas decía que llegaba más rápido a pie que en burro; pero
ahora que se agotaba en extremo por cualquier cosa que hiciese y que su paso se
volvía cada vez más parsimonioso, detestaba caminar. Camino al hospital tuvo
que detenerse varias veces para tomar un nuevo aliento a pesar de que caminaba
casi todo el tiempo apoyándose en las paredes; sin embargo, llegó exhausto. El
trayecto era de cinco cuadras; pero el hecho de haberlas recorrido a pie había
significado un esfuerzo superior a sus fuerzas.
Cuando entró al
hospital ya estaba llena de gente la sala de espera, eso le hizo suponer que
iba a tener que rogar para que alguien le hiciera el favor de prestarle una
silla para poder sentarse. Pero algo debía de notársele en el semblante, ya que
todos le contestaron cortésmente el saludo, se callaron las conversaciones, todos
los pares de ojos se quedaron clavados en él, y algunos se levantaron para
ofrecerle la silla. Eran unas sillas metálicas, duras y frías, y estaban
amarradas unas con otras con alambre dulce. Se desplomó estrepitosamente en la
silla y varias personas sintieron el impulso e hicieron el ademán de querer sujetarlo
para que no se cayera al piso. «No es nada, no es nada», dijo y les agradeció
con una sonrisa trémula. Sin embargo, se supo el blanco de todas las miradas y
sintió una furia ciega de impotencia por las miradas de lástima con que lo
veían.
Las salas de espera
de los hospitales son el lugar perfecto, el sitio ideal, el recinto apropiado
para que las personas desahoguen con lujuria el suplicio de sus padecimientos.
Todos parecen estar interesados en conocer la enfermedad del prójimo; pero en
realidad todos están más interesados en ellos mismos, es por eso que todos
hablan —y con el tono propio de aflicción para despertar admiración o lástima—
de la enfermedad que sufren o que padecieron. Algunos muestran las cicatrices
de las operaciones quirúrgicas, añoran la enfermedad que ya consideraban como
parte del cuerpo, pues estaban acostumbrados a sus síntomas; sabían con precisión
por donde empezaba el dolor, la intensidad y la hora y los remedios para el
alivio, ahora solo les queda esa cortadura cicatrizada en su piel. Como las
mujeres no se atreven a mostrar sus cicatrices porque el pudor se los impide
debido a que la mayoría de sus operaciones son por las partes íntimas, se tienen
que conformar con describir las intervenciones con lujo de detalles.
Todos quieren hablar
al mismo tiempo, aunque nunca falta alguien que exige que todos los presentes
le presten atención, su relato es el más importante y por eso habla más alto
para que todos oigan; mas no falta quien lo interrumpa y le diga que eso no es
nada comparado con tal o cual caso, y lo cuenta.
Después de convivir
un tiempo con una enfermedad, tal parece que el enfermo aprende a quererla, por
eso es que no pierde oportunidad alguna para hablar de su mala salud, la que a
su vez asocia con la mala suerte o con un castigo divino de estar purgando
quién sabe qué pena ni por quién. Así pues, ahí están todos contando, mirando,
admirando o compadeciéndose, según sea el caso; al fin y al cabo es como si no
quisieran desprenderse de una pertenencia suya.
¡Claro! Esto sucede
en las salas de espera de los hospitales, es decir, en el lado amargo, el de la
mala salud; porque al otro lado, esto es, en los pasillos o consultorios, ahí están
los galenos hipocráticos y todo el séquito de níveas enfermeras donde parece
reinar la buena salud. Allí todos ríen, cuentan chistes, beben café, hablan del
club y se pasan los chismes de fulano, de mengano y de zutano; de la enfermera
nueva, que está como Dios manda, si son los médicos; y del doctor fulano, que
está como le da la gana, si son las enfermeras. Como algunos pacientes
adquieren el nombre de la enfermedad, pues también hablan del enfermo de
peritonitis, que se salvó de milagro; o el de la colitis, que es un grosero; o
el de neumonía, que no lo salva ni el Dr. José Gregorio Hernández; del abuelo
con cáncer de próstata que falleció esta madrugada; o del paciente de la cama
número tal o del piso cual, porque algunos son nombrados por el número de la
cama o del piso.
Y cuando empieza la
consulta, ¡qué vaina!; porque los pacientes que desfilan por los consultorios
llevan sus particulares achaques y manías: están los pacientes pregunta todo
que parece como si quisieran aprender medicina en la consulta; los que
confunden al médico porque padecen síntomas de enfermedades que no tienen; los
que quieren decirle al médico lo que debe hacer; los tímidos que no quieren
ponerse la bata para el examen porque dicen que es como no ponerse nada, ya que
es muy transparente y no tiene botones ni cierre, y para colmo de males, lo
primero que hace el médico —delante de la enfermera, por supuesto— es
levantarles la bata para verles hasta el alma.
También están los
remilgosos, que piden que no le recete tantas pastillas, doctor, que ya parece
un pavo tragando maíz; o que no le mande tantas ampolletas, ¡por favor!, que ya
tiene las nalgas hechas piedras; asimismo hay los que se quejan de que los
jarabes que le recetaron no eran más que brebajes de curandero, que fue como
lanzarlos al agua; y nunca faltan los desesperanzados de la medicina que piden:
«Ordene que me echen cuchillo, doctor, que es lo único que puede salvarme».
Todo esto ocurre ante la mirada impávida del médico y de los gestos de
impaciencia de la enfermera, quien tuerce la boca, se alisa el pelo, suspira,
mira para el techo y pone los ojos en blanco.
A pesar del frío que
todavía estaba haciendo, ya que nada más eran las seis y media de la mañana y
la temperatura no pasaba de once grados, Jesús María sudaba copiosamente; su
frente era una fuente perlada de gotas de sudor que él se secaba incesantemente
con el pañuelo o con el dorso del brazo. Eran unos sudores sin ton ni son que
lo asaltaban en el momento más inesperado, y no era porque todavía llevara
puesto el abrigo ni porque tuviera frío o calor, sino porque el cuerpo tiene reglas
que gobierna a su antojo. Cuando caminaba por el pasillo rumbo al consultorio
alguien le preguntó que si todavía estaba lloviendo recio, seguramente porque
confundió el sudor que le manaba de la cara con gotas de lluvia. Él le hizo un
ademán con la mano para indicarle que más o menos.
Ya tenía como media
hora de haber llegado, permanecía sentado y ensimismado, no tenía ánimos de
conversar con nadie. Estaba preocupado porque lo asaltaba el presentimiento de
que le iba a dar un ataque de tos, realizaba un esfuerzo inútil por contenerla,
carraspeaba bajo para no llamar la atención de los curiosos; pero la tos era
cada vez más apremiante, era una necesidad irrefrenable.
Con la bebida caliente que le dio su madre al
levantase había logrado controlar la tos; sin embargo, hacía rato que las
tenazas de acanto estaban acribillando su garganta. Cuando la tos ya era
inminente se levantó de la silla en un último esfuerzo por pasar el trago
amargo, buscó aire en cualquier parte, aspiró profundo y se abandonó a su suerte.
Durante el paroxismo
de la tos vio las miradas de angustia, de lástima, de compasión: era lo que más
temía y más detestaba en la vida. Así mismo sintió el rubor que encendía aún
más sus mejillas, las que siempre fueron chapeadas por el frío de su páramo
natal. Los ojos se le inyectaron de sangre y se le anegaron de lágrimas. A
todos los que intentaron ayudarlo dándole palmadas en la espalda o tratando de
sostenerlo les decía entre ahogos:
—No se preocupe, que
ya se me pasa; gracias, gracias.
Después de la crisis
de tos se sintió desfallecer y tuvo que sentarse de nuevo, le dolía
terriblemente la garganta y la cabeza. Sin embargo, enseguida lo atacó la
necesidad imperiosa de encender un cigarrillo; pero hizo un esfuerzo supremo
para contener las ganas de fumar. Ahora no sudaba como antes, sino que era un
sudor frío y viscoso. Recostó la cabeza hacia atrás en el respaldo de la silla
y descabezó un sueño reparador. Soñó que era un niño de apenas siete años que
acudía por primera vez a clases. Se vio sentado en los últimos puestos, alejado
de los demás niños; pero no estaba allí porque se rehusara a participar en lo
que los otros niños hacían, su aislamiento se debía a que la maestra no era una
persona como él suponía, sino que era una vaca blanca con manchas negras. La
vio dando la lección que todos los niños repetían a coro; estaba parada en sus
patas traseras, una pata delantera la apoyaba en la mesa y en la otra portaba
una regla, usaba lentes y tenía una voz cálida; era la maestra perfecta por el
afecto que irradiaba, no, antes bien, era la perfecta mamá vaca. Él no
alcanzaba a comprender cómo era que la vaca había aprendido a hablar y, mucho
menos, por qué era la maestra del pueblo; además, cómo era que en su casa no se
lo habían dicho.
La maestra vaca
parecía ignorarlo, tal vez no sabía de quién se trataba porque era la primera
vez que él acudía a clases; sin embargo, se quedó perplejo cuando ella hizo un
alto en la lección y lo llamó por sus nombres y apellidos: «Jesús María
Santiago de Alcázar Iturbe». Dijo presente todavía en sueños; el subconsciente
había entrelazado perfectamente el sueño con la realidad. Abrió los ojos y se
pasó la mano por la cara para cerciorarse de que estaba despierto. En el umbral
de la puerta estaba la enfermera con su historia clínica presionada en una
carpeta de aluminio que tenía apoyada en su cadera y que sostenía con una mano;
el otro brazo lo balanceaba por encima de la carpeta, también tenía un
bolígrafo en la mano que se metía y se sacaba en la boca; era ella quien lo
había llamada de manera sincronizada con la maestra vaca de su sueño.
—Pase. Siga por el
pasillo hasta el consultorio cinco, con el doctor Morales —le indicó la
enfermera.
—¡Adelante!, sigue
Jesús María —le dijo el médico cuando lo vio asomándose en la puerta del
consultorio.
Tuvo un momento de
indecisión porque el médico estaba acompañado por otros dos galenos, o tal vez
eran pasantes de la Facultad de Medicina de la Universidad, porque eran muy
jóvenes todavía. Ella era una mujer trigueña, tenía cabellos negros y
ondulados, y se los sujetaba amarrados como cola de caballo en la parte alta de
la cabeza; era de cara pequeña y agraciada, parecía una muñeca bonita, además,
era consciente de su belleza porque coqueteaba abiertamente con los dos
colegas; el otro médico era de estatura mediana y de temperamento nervioso; era
blanco, muy pecoso y pelirrojo; aunque las cejas y el bigote los tenía negros,
lo cual le daba una extraña fisonomía.
Los tres se quedaron
mirándolo como si fuera un aparecido; pero reaccionaron rápidamente invitándolo
a seguir adelante, la mujer se levantó de la silla y se la ofreció. Jesús María
se sintió azorado por tanta afabilidad. «¡Buenos días!», dijo de una manera
apenas audible; pero todos le respondieron efusivamente el saludo y eso lo cohibió
aún más; principalmente porque la mujer lo miraba sonriente y él estaba
condenado a padecer toda su vida la consecuencia de su timidez absurda.
El doctor Morales
acompañó a sus colegas hasta la puerta y los despidió: a la chica con un beso
en la mejilla y al joven con una palmada en el hombro. Al momento entró la
enfermera con unas placas de rayos X, así como con una carpeta que contenía un
legajo de papeles, ordenó todo sobre el escritorio del médico. «Es la historia
del paciente con los resultados de todos los exámenes, el diagnóstico de la junta
médica y las placas», dijo.
El médico empezó a
leer el expediente que le había llevado la enfermera; eran papeles rosados,
verdes, azules, blancos y morados. Después se levantó y fue hasta la ventana
con las placas de rayos X en las manos, las miró a través de la luz del
cristal; luego encendió una lámpara para rayos equis que estaba al lado de la
ventana y las volvió a escrutar nuevamente.
Cuando se volvió a
sentar, de una vez buscó entre los papeles hasta encontrar un sobre cerrado, lo
abrió y lo miró con aire de gravedad, se veía absorto en la lectura y parecía
decepcionado por lo que contenía el papel; después colocó el papel sobre la
mesa con lo escrito hacia abajo; suspiró, apoyó los codos en el escritorio y se
pasó las manos delicadamente por la cabeza.
—¿Y tu mamá, es que
no te acompaña hoy, o está allá afuera? —le dijo el médico de pronto y lo
sorprendió con lo inusitado de las indagaciones.
—No, no vino
—respondió Jesús María, y agregó—: se quedó a regañadientes.
—¡Ah, qué problema!
—dijo el médico, a continuación añadió—: Hoy hubiera sido mejor que te
acompañara. En este caso hubiese preferido hablar primero con ella.
Jesús María miró por
un instante al médico con más cara de sorprendido que de preocupado; pero
reaccionó rápido.
—Yo soy el enfermo,
doctor, y estoy lo suficientemente viejo como para que me diga qué es lo que
tengo; ¿no cree usted? —afirmó, y enseguida finiquitó—: Lo más grave que pueda
decirme es que este mal me va a matar pronto; pero para eso me preparo todos
los días antes de levantarme de la cama.
Jesús María habló con
tal seguridad y de forma tan serena que el médico pareció quedar relevado de
una abrumadora responsabilidad y lo miró agradecido.
—Estás muy afónico.
—Es por la bendita
tos.
—No —lo contradijo el
médico—, es porque tienes sumamente afectadas las cuerdas vocales por la misma
enfermedad.
Jesús María
comprendió que el médico todavía no se decidía a decirle cuál era el
diagnóstico definitivo de su enfermedad; ya que tenía la ronquera desde el
primer día que lo pasaron a la consulta con él mismo. «Tienes la voz acigarrada
—le había dicho en esa ocasión—, es preciso que dejes de fumar». Después lo
encontró en la cafetería fumando y tomando café, y él mismo le ofreció un
cigarrillo, no sin antes recordarle lo que le había dicho en la consulta: que
debía dejar de fumar. No obstante, ese color del cobre en los dedos les había
indicado a ambos que padecían del mismo hábito.
La aparición de la
enfermera los salvó de la encrucijada de un laberinto de indecisiones donde
ninguno de los dos encontraba la puerta de salida; el enfermo porque no se
atrevía a preguntar, y el médico porque no quería ser fatídico. La enfermera le
dijo al médico que un colega quería consultarle algo sobre un paciente nuevo,
él le respondió que esperara un momento porque ya casi iba a terminar la
consulta con éste paciente. Eso aligeró las cosas. El médico pareció encontrar
en la prisa el valor que necesitaba para salir de la contrariedad de tener que
desahuciar a un enfermo. No obstante, empezó a hojear nuevamente el expediente
de la historia clínica, ahora con más prisa; pero alzaba la cabeza para mirarlo
y volvía a leer los exámenes. Parecía más nervioso que el enfermo, quien
permanecía expectante y se estaba llenando de ansiedad esperando que le dijera
cuál era el diagnóstico definitivo.
El médico se levantó
de la silla pensando en cómo informarle al paciente sobre su estado de salud
sin causarle ningún trauma por la noticia fatídica que le iba a dar; sin
embargo, se metió de todas maneras en los rodeos innecesarios que utilizan los
galenos para disfrazar la verdad con verborreas que solo ellos entienden. «El
propósito más caro de la medicina es poder arrancarle a la muerte un alma de
sus manos», dijo a modo de comentario; enseguida miró un cuadro colgado en la
pared donde aparecía un médico vestido de blanco realizándole una operación a
un hombre acostado sobre una piedra, detrás de ambos estaba la figura
descarnada de la muerte representada en una mujer apoyada en el bastón de una
guadaña. «Ése es el fundamento de nuestro juramento hipocrático», precisó con
orgullo. Volvió a coger las radiografías y las oteo de nuevo a la luz de la
ventana, luego encendió otra vez el negatoscopio y examinó nuevamente las
radiografías; después de colocarlas ahí una a una dejó la que le pareció la
mejor de todas y procedió a explicarle con argumentos simples lo que mostraba
la placa, hizo un círculo imaginario con la pluma estilográfica y le dijo:
—Aquí es donde se ve
mejor la enfermedad.
Jesús María se acercó
y miró detenidamente, pero no vio nada; por lo que le dio su impresión sincera,
es decir, lo que sus ojos habían alcanzado a vislumbrar: «Al menos ahora le
pueden fotografiar a uno la calavera antes de morirse». El médico lo miró con
cierto aire de desconcierto, no obstante le dio la razón, y dijo: «La verdad es
que visto de esa manera, tienes mucha razón; es como una fotografía en blanco y
negro del esqueleto».
El médico se sentó de
nuevo y entrelazo los dedos, luego le soltó la noticia de un solo trancazo;
pero endulzada por el tecnicismo científico: «Tienes un carcinoma en su estadio
acmé». Lo miró un instante a los ojos para ver el efecto que habían causado sus
palabras, pero de inmediato se apresuró concluir:
—Esa es la conclusión
a la que ha llegado la junta de médicos después de haber analizado todos los
exámenes y las placas radiográficas.
—Doctor, será posible
que me diga lo mismo en cristiano y en una palabra, digo, si se puede.
—¡Tienes cáncer!
—dijo el médico con voz entrecortada, y continuó—: Lo siento, amigo; pero
lamentablemente hay ocasiones en las cuales la medicina no cuenta con los
medios necesarios para combatir una enfermedad, bien porque es incurable, bien
porque no se descubre a tiempo. En un caso así solo nos queda un recurso que no
es precisamente humano, sino que depende de la voluntad divina, y ése es un
camino que nada más podemos recorrer con el favor de Nuestro Señor Jesucristo y
de la Santísima Virgen María.
Al contrario de lo
que el médico temía, Jesús María permanecía imperturbable; no había captado la
dimensión funesta de la noticia o realmente todos los días se preparaba para
enfrentar la muerte, tal como lo había dicho anteriormente.
—Es una noticia con
aderezo —dijo Jesús María con sarcasmo—; puedo sopesarla en su completa
dimensión: nada más que tengo cáncer; y, por supuesto, ya no se puede hacer
nada, ¿verdad?; si no entendí mal sus palabras, doctor Morales. Y para encerrar
el resto de mi vida en pocas palabras: estoy desahuciado.
Luego los dos hombres
permanecieron en silencio por unos minutos, cada cual estaba absorto en sus
pensamientos, parecía un mal compartido porque los dos se veían apesadumbrados.
Para el enfermo era lógico, porque después de que un paciente le escucha al
médico decir que padece una enfermedad incurable, su primera reacción es la de
quedarse petrificado de terror, enseguida el primer pensamiento que lo agobia
es el de saber cuánto tiempo le queda de vida. A partir de ese momento comienza
la lucha contra el tiempo, un día más es un día menos, es el inicio de la
cuenta regresiva; en adelante el desasosiego le carcome las entrañas, piensa
que puede ser hoy, tal vez mañana, dentro de un mes o meses, años quizás, o tal
vez el médico se equivocó. Ahora es doble la agonía. Antes, cuando ignoraba que
tenía una enfermedad terminal, por muy grave que se pusiese, por lo menos
mantenía la esperanza de poder recuperarse; pero ya no es así, ahora el
fantasma de la muerte ennegrece su porvenir.
Después de un suspiro
de resignación, Jesús María le soltó la pregunta a bocajarro al médico:
—¿Cuánto tiempo me queda?
—El que Dios
disponga, ¡hombre!
—Quiero la verdad —insistió
Jesús María.
—Creo que no pasas de
dos semanas —sentenció el médico.
—Yo que he vivido la
eternidad de un minuto, doctor, creo que tengo tiempo de sobra hasta para
escribir un libro —dijo Jesús María muerto de risa.
Los dos rieron: el
médico lo hizo por compasión porque creía que al enfermo lo traicionaban los
nervios, y el desahuciado porque se reía de la vida.
—Lo único que nos
pertenece es la muerte, la vida dizque se la llevó Dios el día que nos echó del
Paraíso y nos dejó al garete para que nos pudriéramos en las exquisiteces
inmundas de este mundo de mierda —dijo Jesús María mientras sacaba la cajetilla
de cigarrillos del bolsillo de la camisa.
—Gusta uno, doctor —le
ofreció Jesús María.
—Esa es tu espada de
Damocles —dijo el médico señalando el cigarrillo, pero corrigió de inmediato—:
nuestra espada, digo, porque ambos le servimos de vaina.
—Si la muerte ha de
llegar por una debilidad del cuerpo como esta, amigo mío, ¡bienvenida sea! —dijo
el enfermo para justificarse.
—En ese caso —agregó
el médico— tendríamos que decir: ¡que viva el vicio de fumar!
—¡Mátame tabaco!,
¡qué carajo! —exclamó Jesús María—; si al fin y al cabo de algo tenía que
morirme.
Celebraron la
ocurrencia con carcajadas. Jesús María se arrellanó en la silla, después hizo
alarde de su destreza de fumador: aspiró una bocanada grande de humo, luego
expiró siete copitos de humo en forma de círculo que parecían señales de
indios. El médico trató de imitarlo, pero nada más pudo hacer tres círculos mal
definidos; después de casi ahogarse con el humo se lamentó por no tener la
destreza de su oponente, entonces lo elogió como a un gran veterano. «Nunca he
podido hacer bien ese artificio», dijo.
El médico contó que
había aprendido a fumar cuando empezó a estudiar en la Universidad, era una
cuestión de hombres, dijo, ya que a las mujeres les parecían más varoniles los
estudiantes que fumaban. Cuando se reunían a beber los fines de semana, era un
compromiso jurado que cada uno llevara una cajetilla de cigarrillos sin
importar la marca. Contó asimismo que hacían distintos tipo de competencias:
como las señales de humo, fumar con la candela dentro de la boca, fumar y
hablar sin quitarse el cigarrillo de los labios, o fumarse una cajetilla
completa encendiendo uno con la colilla del otro. «Son boberías que se hacen a
escondidas cuando somos muchachos —confesó el médico—, y que de puro brutos
seguimos haciéndolas después de viejos».
Las frecuentes
entradas y salidas, así como la cara de impaciencia de la enfermera, les hicieron
comprender que la delicia de compartir un cigarrillo bien conversado había
llegado a su fin.
El doctor Morales se
levantó de la silla como si lo hubiesen impulsado con un resorte. Era un hombre
de mediana estatura y con una calvicie casi total; para disimular la calva se
entrecruzaba la cabeza con hebras de cabellos de las sienes, las que se fijaba
con algún ungüento aceitoso, quedaba como un becerro recién lamido. Tenía unas
ojeras congénitas acentuadas por el carboncillo de las desveladas eternas de su
época de estudiante; pero bien separadas por el muro infranqueable de su nariz
aguileña. Cuando estaba serio parecía un actor de teatro maquillado para una
obra de terror; sin embargo, cuando empezaba a hablar de inmediato cautivaba a
sus interlocutores por su manera delicada y sonriente con la que se dirigía a
la gente.
El médico, después de
prescribirle unas inyecciones para los momentos de más dolor, despidió a Jesús
María con un abrazo de adiós eterno, con un hasta siempre jamás; pero antes de
que cruzara el dintel de la puerta lo llamó, le guiñó un ojo y con una carga de
inocente intención le dijo: «¡Hasta pronto, amigo!, solamente espero que san
Pedro nos deje fumar en el cielo».
Cuando Jesús María
caminaba por los pasillos del hospital le vio la cara a la mala salud; era como
una araña monstruosa jineteada por la Muerte, la cual tejía su telaraña
infernal para atrapar gente sin distinción de ninguna naturaleza. La vio en la
cara de los niños, los jóvenes, ancianos, hombres y mujeres. No hay edad para
enfermarse, es el más caro suplicio del cuerpo. ¿Castigo o bienaventuranza? De
todas maneras, el hombre se ha inventado la ciencia de la medicina para luchar
a brazo partido contra las desventuras del cuerpo.
Al salir a la calle vio
que ya se había disipado la neblina. En la cumbre empezaba a salir un sol
recién nacido, era el sol bobo de los días de lluvia de fines de julio. Por las
calles todavía corría el agua de la lluvia, hacía poco que había dejado de
llover. Las calles eran de concreto y tenían una pronunciada inclinación, por
lo que el agua de la lluvia corría rápidamente y en poco tiempo las calles
volvían a quedar secas y limpias. Se quedó parado por un momento en la entrada
del hospital. Recordó que cuando él era niño la mayoría de las calles eran
empedradas. Las casas seguían siendo iguales: hechas de mampostería o de adobes
de barro revestidos de arcilla, con ventanas de madera y techos de tejas rojas,
estaban bien alineadas y casi todas encaladas o pintadas de blanco.
En la calle la gente
se dirigía presurosa a sus trabajos, a sus estudios, o a lo que fuera; era por
la prisa cotidiana, las ganas de robarle tiempo al tiempo; pero así es el ritmo
del progreso, la época de la modernidad; en fin, la necedad inútil de vivir con
afán.
Esperó a que pasara
el tren de la vida apresurada para embarcarse en el último vagón, el de la
resignación; al fin de cuentas ya era corto el camino que le quedaba por
recorrer. Miró el porvenir y le vio la esquiva cara, después de ahí la sima, la
última caída, el fin del viaje, de regreso al polvo, la vuelta a la nada,
camino a la muerte: ¡adelante!
Decidió que antes de
volver a su casa iría al mercado; subió caminando a pesar del quebranto y de la
aflicción. Cuando llegó a la Plaza Bolívar tuvo que sentarse a descansar un
rato en uno de los bancos de madera. Era una plaza pequeña, pero muy bonita.
Tenía pisos de granito rústico dividido en cuadros en diversos colores, altas
palmeras, pinos podados en forma de hongos, jardinerías y sembradíos de grama; y,
en el centro, sobre un pedestal de mármol, estaba la estatua del Libertador cabalgando
un caballo encabritado y con la espada en la mano como invitando al eterno
combate. La plaza estaba circunvalada por calles y avenidas; en sus costados
quedaban la nueva catedral, el palacio de gobierno y edificios bancarios y
comerciales.
Hacía casi un año que
Jesús María no trabajaba por motivos de salud, desde entonces se iba todos los
días para la plaza; mientras su madre entraba a la misa de ocho, él se quedaba
sentado en alguna butaca de la plaza leyendo el periódico, llenando los
crucigramas y viendo la vida pasar; no tenía ningún otro pasatiempo.
Cuando se sintió algo
más recuperado se dirigió hacia el mercado principal, el cual quedaba diagonal
a la plaza; necesitaba comprar algunas hierbas medicinales, las que lo aliviaban
más que las mismas medicinas.
El mercado ocupaba
media cuadra. Era un edificio de dos niveles y estaba dividido por un pasillo
en forma de T, la parte transversal lo comunicaba de calle a calle. Por su
ubicación y abastecimiento era el sitio de compras de casi toda la ciudad, por
lo que siempre estaba abigarrado de mercancías y de gente. Pero la mayoría de
las veces era un sacrificio ir de compras, había que tener cuidado para no
pisar las mercaderías que los vendedores ponían en el piso; también se debía
tener mucho cuidado con los animales vivos que se le atravesaban a las personas
en el camino; o con las peleas de perros, ya que alguien podía salir mordido; o
guillo con los rateros que podían sacarle el dinero de la cartera o del
bolsillo y dejarle en su lugar un manojo de billetes de periódico; o que
apártese que ahí vienen con la carne y lo pueden a manchar de sangre.
En la planta alta del
mercado se vendían las mercancías secas y los víveres; ahí estaban las
fritangas de pasteles y empanadas, y los anafes donde se asaba carne de
cochino, pollo o res que le hacían agua la boca a cualquiera; también se
hallaban las ventas de artesanías y toda clase de mercería. Ese era el mejor recinto
del mercado, aunque a veces costaba hacer una ración de comida y la mayoría de
las veces había que hacerse entender a gritos y comer de pie aguantando los empellones.
Porque la planta baja
sí que era un verdadero fárrago de gente y de cosas. Los mercaderes disponían
de espacios reducidos para las frutas, verduras, hortalizas, legumbres, flores,
pescados, carnes, aves vivas, conejos, perros, loros, pájaros, hierbas, granos;
había de todo en todas partes, era un despelote de padre y señor mío, salvado
únicamente por el fantasma milagroso de los ánimos bien dispuestos.
En la entrada
principal había colgado un letrero avisador con un estribillo que resumía la
sabiduría popular en un refrán: “El que
es delicado no va al mercado”. A los alrededores del mercado estaban los
vendedores ambulantes que atosigaban a la gente con sus ofrecimientos; estaban
los menesterosos exhibiendo sus desgracias; estaban las mujeres de la vida
alegre esperando llevarse para un hotel de mala muerte a algún urgido de
desahogo viril; estaban los perros callejeros peleándose por un hueso, los
niños de la calle pidiendo algo para comer y los toneles siempre atiborrados de
basura; y, dentro y fuera estaba el alma viva del comercio.
Jesús María compró
flores secas de manzanilla, anís estrellado y varios manojos de eneldo,
toronjil, hierbabuena, tomillo, ruda, albahaca morada y díctamo. Mientras
realizaba las compras no lo dejaba en paz una tos pertinaz, por lo que el
yerbatero le dijo:
—A mí me da mala
espina esa tosecita suya.
—¡Qué diré yo que soy
el dueño del rosal! Lo que pasa es que me tragué la corona de espinas de
Jesucristo y se me quedó atragantada en el pescuezo —le respondió Jesús María
con sarcasmo.
Pero de inmediato se
sintió avergonzado por lo que había dicho, él nunca acostumbraba a dar
respuestas mordaces. Siempre se había preciado de su capacidad para entender a
la gente; comprensión y humanidad que la filosofía había cimentado con arraigo
firme en su ser; en verdad que él sabía que no era un hombre irónico, por lo
que ahora se desconocía a sí mismo, motivo por el cual se sintió obligado a
ofrecerle una disculpa al vendedor.
—Discúlpeme, pero es
que estoy malo —se excusó.
El hombre pareció no
darse por aludido, sin embargo, antes de que él se fuera aprovechó la
oportunidad para lanzarle una pulla.
—Dios castiga sin
palo y sin rejo —dijo el yerbatero disimulando arreglar las hierbas, y
concluyó—: por algo bueno no será…
Jesús María sonrió
por la réplica satírica del yerbatero, pero el castigo se lo tenía bien
merecido.
El que iba por
primera vez al mercado se sentía aturdido con la tufarada de olores encontrados
que se entremezclaban y le salían al paso como una bofetada, razón por la cual
se veía envuelto en un marasmo de zozobra que solo podía resolver comprando a
las voladas. Pero algunas veces ocurría algo inesperado, una cosa así como un
milagro; es decir, donde todo quedaba en suspenso, se disipaban los malos
olores, se apagaba la algarabía, se abrían los espacios, había un encantamiento
casi generalizado; precisamente eso ocurría en este instante. De alguna parte
del paraíso terrenal había surgido la mujer más bella de la tierra; su cabello
de cobre encendido se desmadejaba en cascada sobre sus hombros y espalda; tenía
ojos café, boca carnosa como un durazno maduro, nariz respingada y altiva,
cejas como arcos de triunfos gloriosos y su piel era como la miel derramada.
Usaba unas botas negras que le llegaban hasta las rodillas, un vestido rojo de
terciopelo ceñido al cuerpo como otra piel más, y llevaba en la cabeza una
boina negra ligeramente ladeada al lado izquierdo.
Caminaba con donaire
y miraba a todos con una sonrisa angelical que dejaba al descubierto la albura
de sus dos hileras de dientes perfectos. A su paso todos los hombres iban
cayendo bajo el dominio del embrujo de su belleza; algunos la piropeaban, otros
silbaban; y no faltó quien le hiciera la venia ni quienes se lamieron los
labios con lascivia; mientras tanto, las mujeres se ahogaban en el caldo amargo
de su propia hiel y del indecoro de la envidia; entre tanto, refunfuñaban: es
igual a todas, decían algunas; es una descarada, decían otras.
Jesús María se
encontró con ella frente a frente, la miró desde el abismo de melancolía de los
dos puntos de agua de sus ojos desesperanzados y se reconfortó con el café que
bebió en su mirada; se hizo a un lado para cederle el paso, ella se lo
agradeció con una sonrisa; obedeciendo a un impulso viril giró sobre sus
talones y la siguió con la mirada; la vio detenerse para comprar flores y
cuando alguien corrió para regalarle las que ella quisiera. Merecía eso, el
mundo y más, pensó; y lamentó de no haber tenido él la osadía de obsequiarle las
flores. En realidad jamás se hubiera atrevido a tanto, él padecía de una
timidez ingénita que nunca le permitió la honra de la compostura frente a las
mujeres bellas. Pensó que una mujer así de preciosa únicamente podría ser
conquistada por quien tuviese como halagarla con regalos de cosas costosas;
aunque, quizás fuese tan romántica como para dejarse enamorar con flores y
poesía, por eso le brindó en su pensamiento el gusto de la dicha fugaz, para
ella y solo para ella: «Mi corazón se rebosó de alegría cuando mis ojos
bebieron el café de tu mirada», suspiró.
Cuando salió a la
calle no había tráfico y la gente corría hacia el edificio del Rectorado de la
Universidad. Se dirigió hacia allí como todos los demás. La calle estaba llena
de curiosos y de los estudiantes de leyes que hacían una de las primeras
manifestaciones estudiantiles después del terror de la dictadura. Los muchachos
aprovechaban las nuevas libertades democráticas del régimen recién instaurado
en el país para hacer públicas y de forma libre sus protestas estudiantiles.
Ahora era una novedad en la ciudad, por lo que llamaba la atención de los
ciudadanos. Hasta hacía poco todas las reuniones eran secretas y había que
tener mucho cuidado con los esbirros del gobierno, los que se infiltraban en todas
partes para luego delatar a los llamados opositores del régimen. Los castigos
eran terribles, razón por la cual se debía tener un cuidado extremo hasta con
el más inocente comentario.
Los estudiantes
mantenían viva la idolatría por la revolución cubana y por su líder Fidel
Castro; entre ellos había estudiantes que usaban boinas negras con una estrella
roja como insignia del comunismo. Algunos se subían a los muros de las
jardinerías y arengaban a sus compañeros. Pero había más alborozo por la novedad
que substanciación en el mensaje de los discursos; no obstante, todas las
intervenciones eran aplaudidas y ratificadas con ¡hurras! Por el privilegio de
su estatura, Jesús María podía ver todo lo que estaba aconteciendo.
Del recinto del rectorado
salió un funcionario de la Universidad, quizás con alguna proposición para los
estudiantes; habló con el que parecía ser el líder, éste habló con otros más,
luego éstos pasaron el mensaje a sus compañeros; la propuesta seguramente fue
satisfactoria, ya que los ánimos empezaron a languidecer y de momento todo
quedó en calma. Al momento los estudiantes comenzaron a dispersarse. Ahí acabó
una de las primeras manifestaciones estudiantiles libres y democráticas.
Una llovizna que
empezó a caer en ese momento precipitó la retirada, tanto de estudiantes como
de curiosos. Mientras contemplaba la manifestación estudiantil, Jesús María
leyó un aviso pegado en la pared de un comercio, el cual le llamó poderosamente
la atención. Un tal doctor Willy P., psiquiatra y parapsicólogo, graduado y con
postgrado en Harvard University; igualmente,
con estudios especiales en la India, anunciaba la comprobación de la
reencarnación a través del regreso a vidas pasadas por medio de la hipnosis;
así como la curación milagrosa de enfermedades incurables e inexplicables. Asimismo
se invitaba a una sesión colectiva para el viernes a las tres de la tarde, la
entrada era libre. Como en ese momento no tenía un lápiz a la mano, él arrancó
la hoja de papel de la pared y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Cuando Jesús María
volvió a la casa, su madre le tenía preparada una pisca con dos huevos blandos,
aderezada con cilantro picado y acompañada con arepa de trigo y nata de leche;
era su desayuno preferido, ella lo sabía muy bien y se lo preparaba cada vez
que quería agasajarlo. Comió con apetito; pero tuvo que remojar la arepa en la
pisca para ablandarla.
Mientras desayunaba
le contó a su mamá que había participado de la visión más extraordinaria de su
vida, y era que había visto en el mercado a la mujer más linda del mundo. «Era
una beldad angelical y nos envolvió a todos en su aura mágica», suspiró. Le
contó también con todos sus pormenores, que había presenciado una manifestación
estudiantil frente al rectorado de la universidad, además, le aclaró a su madre
que estas cosas ahora se podían hacer públicamente porque estaban en
democracia. Hablaba a intervalos porque debía masticar bien los alimentos antes
de tragarlos.
Su madre lo escuchaba
en silencio, solamente afirmaba con la cabeza y de vez en cuando decía: «¡Ajá!»
Y lo decía con énfasis de asombro o de incredulidad. Ella lo observaba
atentamente mientras comía y hablaba, no quería interrumpirlo con la pregunta
que se le estaba desbordando en el alma y que le provocaba una opresión terrible
en el pecho, esperaba que él se lo dijera voluntariamente. Aunque trataba de
mantener toda su atención en lo que él le estaba contando, sin embargo, no
dejaba de pensar: «Me tiene el alma en vilo, ¿cuándo me lo dirá?, ¿qué habrá
pasado?, ¿cuál sería el resultado de los exámenes?, !Dios mío!» También sabía
que a él le disgustaba hablar de enfermedades, y menos de la suya.
Caminaba alrededor de
la mesa del comedor, limpiando lo que estaba limpio, acomodando el centro de
mesa, reacomodándolo, arreglaba las sillas, las alineaba, les pasaba un paño;
tomó una silla y se sentó, se levantó, y otra vez se sentó; limpiaba las migas
de pan del almuerzo del día anterior disparándolas con las uñas o barriéndolas
con las manos. Le ofreció más pisca, que si quería más arepa o más nata.
Suspiraba. Se alisaba la falda, se pasaba la mano por la cabeza. ¡Qué suplicio,
Dios! Él seguía conversado de cualquier cosa, pero menos de lo que debía
hablar. Empezó a sentir retortijones de estómago. Tenía las manos temblorosas,
se las estrujaba, se las retorcía, se las tronaba, todos los dedos al mismo
tiempo, después otra vez de uno en uno. Descansaba con un suspiro, y otro
seguido; pero suave y disimulado para que él no le notara el nerviosismo. Se
sentía como sobre una burbuja, navegaba a la deriva de los nervios, perdía peso
y levitaba, las piernas le flaqueaban; vio un abismo y no vio nada, vio negro.
Era solo un mareo momentáneo, así que se lo limpió de la cara con la palma de
la mano.
María de los Ángeles
había pasado la noche en vela y en el naufragio de la angustia, además, no
había probado bocado desde el día anterior. Decidió comer también, aunque no
tenía ni pizca de hambre. Por eso lo dejó para después.
La conversación había
derivado hacia domesticidades. Ella no le preguntaba nada, no se atrevía porque
prefería la duda a la verdad amarga, seguía con un mal presentimiento; no
obstante, se reconfortaba a sí misma: «No es nada grave, son puras boberías
mías». Por momentos cada uno se quedaba navegando en el lago de sus propios
pensamientos, eran pausas necesarias mientras que él masticaba lentamente los
trocitos de arepa y tragaba; pero de todas maneras se agarraba la garganta cada
vez que iba a pasar, porque le producía mucho malestar engullir aun cuando la
arepa estaba bien remojada y él la masticaba suficientemente.
Para finalizar el
desayuno tomó directamente de la taza a grandes sorbos el caldo de la pisca.
Después se tomó despacio el café guayoyo, estaba bien dulce como a él le
gustaba; de sobremesa encendió un cigarrillo. De nuevo volvió a hablar de la
muchacha que había visto en el mercado, esta vez con más entusiasmo, más
apasionamiento, con todos los elogios que se le ocurrían; sin darse cuenta la
estaba idealizando, endiosando, idolatrando; para concluir enfatizó:
—A pesar de haber
sido una visión efímera, madre, tenía un fulgor tan angelical que me ha devuelto
a la vida.
Para ella sus últimas
palabras fueron, a la vez, como una puñalada álgida y abrasante en el centro
mismo de sus entrañas, pues sintió un frío glacial que la recorrió de la cabeza
a los pies; pero que retornó en una oleada de calor que le encendió las
mejillas y la sofocó por un momento. ¿A qué se refería con eso de que lo
devolvió a la vida? Entonces sintió otra vez el mareo, la ansiedad apremiante
que le causaba un terrible desasosiego, la angustia de presentir un designio
fatal. Quería que de una vez por todas él dijera lo que le habían dicho en el
hospital, ¿qué era lo que en realidad tenía?, ¿cuál era la enfermedad que lo
estaba consumiendo en vida? Pero él seguía hablando candorosamente de la mujer
que había visto en el mercado, atribuyéndole cualidades que ignoraba por
completo, todo lo hacía por pura especulación. En medio del candor, él volvió a
decir: «Es la mujer perfecta que todo hombre quisiera encontrar en su vida».
Su madre lo puso en
otra realidad cuando le advirtió: «Lo malo es que el hombre que se casa con
mujer bonita mete al demonio en su casa». Lo dijo sin la intención de
quebrantarle el entusiasmo, ni el deslumbramiento, ni ese enamoramiento a
primera vista; por eso corrigió de inmediato:
—Pero cuando una
mujer quiere a un hombre no le hace caso a otro ni aunque le pinte pajaritos de
oro.
Al terminar de
fumarse el cigarrillo, él dijo que estaba muy cansado, por lo que decidió ir a
acostarse. Su madre se quedó bajo el manto de la incertidumbre. No tuvo la
fortaleza necesaria para preguntarle qué era lo que le había dicho el médico.
Así que debió conformarse con las propias conclusiones que le dictaba su
corazón: si él no le había contado nada, de seguro que era porque no padecía
ninguna enfermedad grave. Además, tenía tan buen semblante y demostraba tal
entusiasmo cuando hablaba que era muy probable que el médico le hubiese dicho
que pronto se iba a curar.
Pero de todas maneras
se quedó navegando en un mar de dudas. Era inevitable. Un presentimiento de
madre es tan diáfano como la verdad misma, y ella no lograba disipar la bruma
de malos presagios que la acongojaban y le enturbiaban el corazón. Por lo que
decidió dar el salto al abismo de la verdad descarnada para no seguir sumida en
las engañifas piadosas de las suposiciones. «¡La verdad aunque me parta el
alma! Nada más espero hasta que se despierte y de una vez se lo pregunto»,
pensó.
Cuando llevaba los
platos para la alacena se detuvo un momento al pasar por el aposento de su hijo,
como la puerta estaba entreabierta se quedó viéndolo por un instante, perecía
dormido ya. Sin quererlo se dejó atrapar por la brecha siempre abierta de la
nostalgia. Sin poder evitarlo sintió el impulso de otros tiempos, de cuando él
no era más que su niño lindo y ella entraba a la habitación cuando estaba
dormido y le acariciaba la cabeza, y jugaba con sus cabellos que eran como
suaves hilos de oro. La conmovió profundamente ese recuerdo, remover uno era
desempolvar otros y otros más. Tuvo que enjugarse con el dorso de la mano un
par de lágrima solitarias que empezaban a recorrerle el camino surcado de sus
mejillas marchitas. Se le hizo un nudo en la garganta. Como sabía que estaba al
borde del llanto comenzó a hacer un esfuerzo supremo para retenerlo.
Regresó a la cocina y
se lavó la cara con agua fría, como le pareció insuficiente metió la cabeza en
el chorro, y tampoco resultó ser suficiente; razón por la cual se fue para el
lavadero y sumergió la cabeza en la alberca, se soltó el moño y dejó que el
cabello flotara, salió para respirar y volvió a sumergirse; quería ahogar la
pena que la estaba ahogando a ella. El agua estaba helada, pero no le
importaba.
Cuando empezó a
tiritar fue que decidió que era mejor dejarlo así. Se exprimió el cabello,
después lo retorció con la toalla y se lo enrolló en la cabeza con la misma
toalla, le quedó como un turbante oriental. La cura de burro para ahogar las
penas surtió sus efectos, pues se sintió mucho mejor.
El lavadero quedaba
al final del patio de la casa junto a la pared colindante, estaba debajo del
tanque de agua potable.
De regreso para la
cocina se detuvo a quitarle unas hojas secas a los nichos de helechos que
colgaban del travesaño del corredor; después siguió con las rosas, las
begonias, las siemprevivas…; sintió hambre y fue a la cocina a prepararse una
arepa de trigo rellena con cuajada y nata; mientras comía seguía podando las
matas, removiendo la tierra de los tiestos, limpiando y reacomodándolo todo:
esto para allá y aquello acá, y esta mata allí; se abstrajo de tal forma en la
tarea de mantenimiento del jardín que se olvidó de todo y hasta perdió la
noción del tiempo.
Era una mujer ósea y
de la melancolía profunda. Toda su vida se realizó y desgració a los quince
años. Se desarrolló precisamente tres días antes de cumplir los quince años; en
cambio de regalo, su padre le dijo que dentro de dos meses se tendría que
casar. Era un casamiento previsto y pactado por sus padres casi desde el mismo día
de su nacimiento. Se encontraba en la huerta desyerbando con las manos el
cultivo de zanahorias cuando sintió que se estaba humedeciendo, pensó que se
estaba orinando y corrió para el baño, cuando se revisó vio una mancha achocolatada
y se asustó mucho. Eran las nueve de la mañana, después fue al baño a cada
momento, se cambiaba las pantaletas, se ponía algodón, recortó y deshiló un
pedazo de sábana; pero más tardaba en cambiarse que en manchar lo que se ponía,
ahora la mancha de color marrón se había convertido en sangre líquida. Cuando
su padre regresó del trabajo por la tarde la encontró acostada y con una
blancura de lirio; pero era más por el susto que por la hemorragia.
Desde los cinco años
vivía sola con su papá, su madre había muerto después de seis abortos. Ella era
su única hija. Su mamá debió padecer de alguna enfermedad en la matriz, ya que
no podía gestar un embarazo completo, debido a ese problema casi todos los
embarazos terminaron en abortos, ella fue la excepción; pero su mamá tuvo que
pasar casi cuatro meses en cama, sin embargo, ella nació prematura a los siete
meses. Cuando nació era como un renacuajo envuelto en una oleína blanca, sebosa
y resbaladiza; la partera estuvo a punto de dejarla caer porque se le resbalaba
de las manos. Nadie creyó que sobreviviera mucho tiempo; era tan mínima que
después de bañarla la revisaron minuciosamente para cerciorarse si era una
bebita normal. Con la excepción de que todavía no tenía cabellos ni uñas y de que
se despellejaba casi al tacto, por lo demás se podía decir que era una niña
sana.
Su llanto era como el
maullido de un gatito, y su mamá tuvo mucha dificultad para amamantarla. Los
primeros días se ordeñaba los pechos dejándole caer la leche a cuentagotas
directamente en la boquita. Y así creció: esmirriada y enclenque; pero con la
salud del acero templado de los enfermizos. Por eso cuando se desarrolló, a
pesar de sus huesos largos, su cuerpo estaba todavía muy mal proporcionado para
la vida conyugal, quizá debido a eso fue que sintió una angustia terrible
cuando su papá —al saber por una vecina cuál era el motivo de su postración— le
dijo que al término de dos meses debía casarse. Al parecer, solamente estaban
esperando que ella menstruara para casarla, y eso le pareció una decisión terrible
por parte de su padre.
Aunque ella había
asumido responsabilidades de gente mayor cuando solo acababa de mudar los
dientes de leche, haciéndose cargo de atender a su padre en todo, así como de
los menesteres de la casa y de la huerta; sin embargo, no se consideraba lo
suficientemente madura como para asumir la carga de esposa; concretamente no
concebía como un hombre podía desearla como mujer si ella era como un botón de
rosa que acababa de florecer. Y, por desgracia, con un grandullón que ella
consideraba viejo y que además detestaba porque cada vez que la veía le
pellizcaba las mejillas y le decía que ya estaba creciendo su pichoncita. Ese
día aborreció a todos los hombres del mundo, incluso al padre que la había
criado.
En alguna parte del
alma femenina —en su innato romanticismo— parecen atesorarse sueños ignotos y
todos llenos del más puro y platónico idilio. Las mujeres sueñan la manera y la
forma del amor, y al sexo, al contrario del hombre, prefieren llamarlo hacer el
amor y lo relacionan con un preludio y un después; por eso cuando piensan en
las intimidades recuerdan eternamente las palabras y la ternura más que el acto
mismo. Ellas siempre esperan que el amor les entre por los oídos con toda
suerte de halagos y palabras amorosas y, a continuación, que les aturda el
pensamiento y les embriague el corazón. Una vez que eso ha ocurrido ya nada las
detiene; después no hay cerca que no salten, ni prejuicio o condición social o
moral que ellas no estén dispuestas a quebrantar, la vida solo les sabe a lo
que quieren, lo demás se lo pasan por el culo.
Si alguien afirmó
alguna vez que toda mujer sueña con ser violada, poca razón no le faltó;
apartando, por supuesto, un acto violento con un hombre que le resulte
repulsivo y en un lugar tétrico, sino que tiene que tener la manera y la forma
de sus sueños; es decir, que la rapte un hombre idealizado por ella (un hombre
apuesto, rico y galante); y que después de ser raptada la lleve al lugar
maravilloso en el que ella ha pensado, ideado, soñado…; en adelante, que
demuestre su hombría y la subyugue, ella ya está dispuesta a dejarse violar,
mejor dicho, poseer.
Ese tipo de argumento
es el que ha llenado la literatura romántica de príncipes azules que raptan
princesas que viven solitarias en los castillos donde son atormentadas por
malvadas brujas. Si se llevasen estos sueños al psicoanálisis freudiano,
fácilmente se comprendería que en realidad todo es parte de la romántica
fantasía femenina; seguramente fue una mujer la que ideó a los príncipes azules
para representar al amor desde el punto de vista femenino, y a la malvada bruja
para simbolizar las imposibilidades de materializar el amor de la forma y
manera como las mujeres lo idealizan o lo sueñan. En esto hay un acuerdo tácito
y unánime, desde la adolescente hasta la anciana, dicho en otras palabras: es
un asunto de mujeres.
Ahora es fácil
comprender el sentimiento de odio hacia todos los hombres que experimentó ella
cuando su padre le anunció que dentro de dos meses se tendría que casar con un
hombre al que no quería. Por eso es común escuchar a las mujeres decir que
alguien ha roto sus sueños.
Se llamaba María de
los Ángeles. Su orfandad materna desde la niñez la había hecho crecer con
criterio de gente mayor; pero irremediablemente envuelta en la cáscara amarga
del ostracismo. Tenía recuerdos muy vagos de su madre, sin embargo, todas las
noches al acostarse la añoraba y muchas veces sollozaba en silencio. Aquella
noche la evocó más que siempre y lamentó de todo corazón que ella hubiera
nacido viva; ¿por qué ella no había sido malograda como todos sus otros
hermanos? Esa noche dio rienda suelta a todo el caudal de sus lágrimas. No
tenía ninguna persona a quien recurrir, solo al santuario de reliquia que
guardaba en su cofre de aderno; el cual consistía en una cadena trenzada con
una medalla de oro en forma de corazón, ambas de veinticuatro quilates, la
medalla tenía grabada por ambos lados la imagen de la Virgen de Coromoto; en el
interior de la medalla guardaba los escapularios que su madre había llevado
hasta la muerte.
María de los Ángeles
ocupaba la misma habitación donde habían dormido sus padres durante su convivencia
conyugal. Su papá, cuando su esposa murió, se mudó de aposento alegando que no
podría conciliar el sueño en la misma cama y lugar donde había sido feliz
durante más de diez años. Era el cuarto con mejor vista de la casa; por un lado
tenía una ventana que daba al corredor del frente de la casa, por ahí todas las
mañanas el aposento se bañaba con el perfume acabado de nacer de los claveles y
el fragante aroma del díctamo; igualmente, desde allí se podía vigilar el paso
del camino real, así podía enterarse de cuáles eran las personas que llegaban o
salían de la casa; por la pared del fondo tenía una claraboya baja por donde se
filtraba la luz de la luna en las noches claras de verano, también se podían
ver los luceros; pero lo más bello era ver la cordillera nevada y, sobre todo,
ver caer la nieve en julio y agosto; asimismo tenía una puerta grande de madera
tallada con salida a la sala principal.
La casa era pequeña y
chata; las paredes eran de adobes de arcilla revestidos de barro, el techo era
de bahareques con arcilla y tejas, cuyas vigas eran de nudosas maderas. La casa
tenía tres aposentos, uno de los cuales estaba destinado para los aparejos de
las bestias y las herramientas de labranza, los otros se usaban para
dormitorio; tenía una sala pequeña, que por lo general estaba ocupada con los
productos de la cosecha; al fondo de la casa quedaba la cocina con una fogón
terminado en forma de chimenea y un corredor que daba a la huerta doméstica,
ahí tenían el comedor, que era un mesón rústico con cuatro taburetes de cuero;
alrededor de la pared estaban dos poyos de maderas bastas que usaban para
proteger la leña de la humedad; el corredor del costado derecho estaba cercado
con horcones de medara, allí se amarraban las bestias de carga durante la
cosecha y los bueyes en la época de arado de la tierra.
La casa tenía una
posición privilegiada, estaba ubicada en la meseta de un risco desde donde se
podía divisar a leguas si alguien se aproximaba por cualquiera de las dos
laderas del frente, eso también le proporcionaba una vista hermosa; pero no era
una mera casualidad que la casa tuviera esa posición, sino que el abuelo de
María de los Ángeles lo había previsto como punto estratégico en los tiempos de
exterminio de españoles y canarios; decreto que entonces dictara Simón Bolívar
durante las luchas independentistas.
Subiendo por el fondo
de la casa hacia un poco más arriba se llegaba a una gran piedra, después
quedaba un precipicio de escarpados riscos por donde era imposible el acceso.
Por eso era que su abuelo decía siempre entre malicioso y satisfecho: «Por
detrás nos llegarán volando». Pero era
un arma de doble filo, porque de ser necesario, él tampoco podría escapar por
ahí. La casa estaba cercada en sus alrededores por una muralla de piedras en
forma de semicírculo a una altura de un metro.
No obstante el
trabajo agotador y las interminables horas de soledad, María de los Ángeles era
inmensamente feliz en su casa, sola con su padre; fue así hasta la mala hora en
que le había bajado la regla.
Se quedó dormida casi
al amanecer después de haber derramado todo el caudal de sus lágrimas, y por
primera vez, desde que tenía uso de razón, se durmió sin rezar y con la ropa
que tenía puesta.
Apenas si acababa de
dormirse cuando la despertó la ventolera de estropicio que había armado su papá
en la cocina. Se despertó asustada y con la bilis revuelta; pero no tenía ni
idea de que todo era por el anuncio de su boda. En un primer momento creyó que
se había quedado dormida y que su papá se estaba preparando su desayuno y el de
los obreros. Al llegar a la cocina lo miró como desde otro mundo, y se quedó
aturdida cuando él le dijo: «¿Y cómo durmió la futura señora de Santiago de
Alcázar?» La sembró en la realidad de un solo golpe. Le echó el mundo encima
con todo su peso. Hubiera preferido no despertar jamás, por lo que renegó entre
dientes.
Ya habían llegado los
vecinos de las casas más cercanas, por las miradas que le dirigieron sintió
como si le hubieran descubierto algún secreto celosamente guardado; aunque no
era precisamente eso, era algo peor, más bien se sintió desnuda ante las
miradas de complicidad o de complacencia que veía en sus caras; pero lo que terminó
de sacarla de quicio fue la llegada de su futuro marido. Él la saludó con una
sonrisa y le obsequió un clavel blanco todavía húmedo por el rocío de la aurora
y con el aroma acabado de hacer. «Para mi blanca palomita», dijo.
Estaba pálida por la
rabia, sin embargo, le recibió el clavel por cortesía. Todos los vecinos que
habían llegado se acercaron para felicitarla y desearle buena suerte en su
futuro casamiento. Eran hombres y mujeres campesinos y casi todos analfabetas;
aunque muy solidarios, amigables y buenos vecinos. Por eso cuando se enteraron de
que la hija de Remigio Iturbe se iba a casar, muchos hicieron un alto en las
labores del nuevo día para ir primero a la casa de Remigio a felicitar a la
futura esposa de Jesús Santiago de Alcázar. Esa era la razón por la cual ese
día había tanta gente en su casa ocasionando tal alboroto en el corredor y la
cocina a una hora tan temprana, pues los vecinos más cercanos se habían
aglomerado para felicitarla, además, estaban celebrando con su padre bebiendo aguardiente
con café guayoyo, lo que llamaban calentaíto, que era muy bueno para el frío.
Ese día todos sus vecinos le parecieron detestables y los odio desde el fondo
de su corazón.
Los
días siguientes le
parecieron interminables a María de los Ángeles, fueron los días más aciagos de
su vida. Vivía en una zozobra constante y creía que a cada instante se
aproximaba el día de la tragedia de su existencia. Le agradeció la discreción a
su futuro marido, él no se apareció por la casa durante toda la semana. Pero
empezó a imaginar las cosas que podrían pasarle después de desposada, motivo
por el cual, en su corazón lo odiaba cada día con más fuerzas; ya que asociaba al
matrimonio con los embarazos, y éstos con los abortos; luego los abortos con la
muerte y, al fin de cuentas, todo con su difunta madre.
Sin embargo, era
consciente de que él siempre la había tratado bien, además, que continuamente le
había dado obsequios en todos sus cumpleaños. También había sido él la persona
que la enseñó a leer y escribir. Cuando era pequeña lo tomaba como un juego y
disfrutaba con la idea de tener un novio para casarse cuando fuera grande; pero
a medida que fue creciendo, sobre todo cuando entró a la adolescencia, empezó a
molestarse por las bromas de sus primas y las amigas cuando le decían que
pronto se iba a casar con un novio viejo.
En los días
siguientes al anuncio de su boda su corazón estuvo en ascuas y la abrasaban
sentimientos encontrados. Sentía que no tenía a quién recurrir y todo le
producía un sabor agraz. Le daban retortijones de estómago y de vientre. Fue
entonces cuando adoptó la manía de masticar y tragarse las hojas de díctamo;
empezó por macerar las hojas entre los dedos para olerlas y para que sus dedos
quedaran impregnados de su fragante olor; después se las comenzó a comer por
hojas sueltas; pero terminó comiéndoselas por puñados, y con todo y tallo
cuando estaba más nerviosa.
Ella creía ciegamente
en las propiedades medicinales del díctamo, el cual, según su padre, era una
verdadera panacea curativa. Según decía, se podía usar tanto para un dolor de
estómago como para hacerle bajar una revoltura de lombrices a los niños; para
las picaduras de animales ponzoñosos se usaba como emplasto machacado; tomado
en infusiones servía para bajar la fiebre, calmar el dolor menstrual, hacer
expulsar los cálculos de riñón, de la vesícula o de la vejiga; asimismo curaba
la catarata, el insomnio, el catarro, la gripe, y hasta el cáncer. Pero su
propiedad más prodigiosa era la de otorgar longevidad.
En su casa, el
díctamo o yerba de cierva proliferaba como por encanto, lo había sembrada en
tiestos, en la huerta y en el patio; por eso la casa amanecía bañada todos los
días de su fragrante aroma, había tanto que la gente terminó por llamarla la
casa del díctamo y recurrían siempre a pedirlo cada vez que lo necesitaban.
«Véndame un manojito de díctamo», decían, y ellos siempre se lo regalaban. El
primero en conocer la leyenda del díctamo fue su abuelo paterno en sus primeros
contactos con indios del páramo, desde entonces le tuvo una fe ciega a sus
propiedades medicinales.
Contaba su padre, que
el padre de él había hecho un pacto sagrado con los indios para que el díctamo
pudiera crecer en su patio, pues, según la leyenda, la yerba de cierva solo
puede ser encontrada por los venados en la soledad de los páramos cuando el sol
del ocaso baña con acuarelas de escarlata y naranja los escarpados riscos. Toda
la familia siempre creyó que el pacto consistió en que el abuelo de ella les
había enseñado a los indios métodos de labranza agrícolas para obtener una
mejor y más abundante cosecha de hortalizas a cambio del secreto para hacer
crecer el díctamo en el patio de la casa; no obstante, nadie tuvo nunca una
certeza absoluta de que eso hubiese sido así.
Durante los primeros
días, ella demostró mucha displicencia y apatía por su futura boda; sin
embargo, una vez que la llevaron donde la modista para tomarle las medidas de
su vestido de novia se dejó atrapar por la curiosidad; también el entusiasmo de
su padre con los preparativos de su fiesta de casamiento terminó por
contagiarla. Fue a partir de ese momento que se interesó en los pormenores de
la vida conyugal y empezó a acosar con preguntas íntimas a su madrina,
familiares y vecinas, que aunque no fueron muy explícitas le enseñaron lo indispensable
como para perder el terror a la primera vez. «Con los hombres lo único que hay
que hacer es darles todas las facilidades para que hagan las cosas lo mejor que
puedan», le dijo una prima que tenía poco tiempo de casada.
La fiesta del
casamiento duró tres días y tres noches. Se bebieron cien garrafas de miche,
que era todo el aguardiente que había en los alambiques de toda la comarca;
sacrificaron dos reses, cuarenta gallinas, tres cerdos y cinco pavos. Las dos
familias tenían muy pocos parientes; pero fueron casi todos los vecinos de por
lo menos veinte leguas a la redonda; la casa se llenó a reventar, por lo que se
vieron en la necesidad de pedirles a los vecinos más cercanos que les prestaran
taburetes, hamacas, petates, tazas, platos y cubiertos; además, tuvieron que
improvisar un mesón de maderas toscas para poder servir las comidas.
Se había casado un
viernes por la mañana, y el lunes por la noche todavía seguía siendo virgen;
pero ella sabía que de esa noche no iba a pasar. Durante esos días las primas y
las amigas le habían hecho toda suerte de bromas sobre lo que le pasaría la
primera vez. Su padre, con el pretexto de acompañar a un compadre al pueblo,
los había dejado solos desde la mañana. Durante todo el día su marido estuvo
durmiendo; sin embargo, ella no se acostó a dormir a pesar del cansancio por lo
prolongado de la fiesta de bodas, sino que se dedicó a reparar los estragos de
la parranda. Ya por la noche, cuando se dispuso a costarse por primera vez con su
esposo, estaba tan nerviosa que no podía abotonarse la bata de dormir; sin
embargo, se percató de que él estaba en peores condiciones, pues vio que chapoteaba
indeciso en un mar de nervios, por lo que ella tomó la decisión de salvar el
trance y se dispuso a ayudarlo; primero le pidió que apagara la luz, luego se
metió en la cama como Dios la echó al mundo.
Al contrario de lo
que pensaba, él no tenía la urgencia que ella había supuesto. Primero le tomó
una mano y le dio unos besitos insípidos, y ella temblaba de fiebre y de frío;
después le habló de su vida, que no había amado a ninguna mujer esperando que
su pichoncita creciera, le dijo que ella era su niña linda, su botoncito de
rosa sin abrir, que no tuviera miedo, que si había esperado quince años esperaría
una noche más, o dos noches, o tres, o las que ella quisiera; pero que arrímese
para acá mi reina y acuéstese en mi brazo. Y ella no se dio cuenta en qué
momento se fueron enroscando en un abrazo sin fin, ni cuando se le pasaron los
temblores y se sumió en un precipicio sin fondo; al final era ella la que no
quería salir a flote, sino que quería seguir ahogándose hasta la muerte; que no
me deje en esta ciénaga fangosa, que no ve que no puedo vivir sin usted.
Amanecieron amándose y conociéndose. Ella le habló de su soledad de huérfana y
de ser hija única. Los seis meses de casada fueron los más felices de su vida.
Jesús María durmió
como no había podido dormir desde hacía muchas noches. Tenía la tranquilidad
sosegada de la resignación. Una vez que el médico lo había desahuciado
pronosticándole que no viviría más de dos semanas, ya no tenía nada más de que
preocuparse; mejor dicho, una vez que había aceptado la inminencia de la muerte,
esto significaba, a su vez, la aceptación de lo inevitable; por consiguiente,
ahora no existía ninguna incertidumbre sobre su destino inmediato. Solamente
tenía que agradecerle a la vida que lo hubiera puesto sobre aviso con tiempo de
sobra para arreglar todos sus asuntos terrenales. Cuando despertó eran pasadas
las dos de la tarde. En ese momento todavía su mamá estaba en el patio
arreglando el jardín, tenía la cara roja como un tomate y sudaba copiosamente.
Ella había emprendido una renovación total de los nichos de helechos y del
jardín; había podado y desherbado todas las matas, removido la tierra y mudado
de lugar todos los materos dándole al jardín una vista nueva.
Al verlo pasar rumbo
a la cocina, su madre alzó la cara para mirarlo y le sonrió ampliamente,
probablemente esperaba que hiciera algún comentario; él le hizo un ademán con
la mano juntando el índice con el pulgar y le guiñó el ojo para hacerle saber
que le gustaba el cambio y siguió de largo para la cocina; allí encontró una
olla con el bebedizo de las ramas medicinales todavía tibio; se tomó dos tazas
para pasar la pesadez del sueño y para que le aliviara la resequedad de la
garganta. Tenía una ligera sensación de alivio, era como si se hubiese
despojado de una abrumadora responsabilidad con la vida; pero ¿acaso la vida es
una pesada carga para algunas personas? Ahora bien, ¿en qué consistía su
alivio, mejor dicho, su falta de preocupación? No tenía las respuestas a la
mano, pero se conformaba con saber que ya nada le preocupaba en esta vida; con
excepción de su madre. «¡Mi madre, carajo!; en realidad no había reparado mucho
en eso. Tenemos muy pocos parientes, además, éstos viven muy lejos y mi anciana
madre ya se acerca a los ochenta años de edad. ¡Coño, mi pobre vieja se va a
quedar solita!»; reflexionó conturbado.
Luego se asomó a la
ventana y la vio todavía en el jardín en su tarea renovadora. Y pensó: «No
tengo las bolas tan bien puestas como para decirle que me voy a morir en
cuestión de un par de semanas». Sintió una fuerte opresión en el pecho y se le
hizo un nudo en la garganta, se sentó otra vez en una silla del comedor y
admitió sin pudor que tenía unos irreprimibles deseos de llorar; no por él, por
supuesto, sino por su madre que se iba a quedar íngrima en este mundo.
Ahora la inminencia
de la muerte era un fantasma terrible, era la más horrible de las ineludibles
consecuencias de la vida. Horas antes le había dado la bienvenida a la muerte,
la había aceptado como un hecho natural, como la consecuencia lógica de la
vida, como la puerta que se abre a la integración eterna a lo intangible, la
nada, la vacuidad; y puede decirse que se sintió feliz y aliviado con la
solución de la muerte a todos los suplicios del cuerpo. Claro que en ese
momento solamente estaba pensando en sí mismo. Ahora, en cambio, al mirar a su
madre totalmente abstraída en el jardín sembrando la vida en la naturaleza veía
que era feliz; ella desconocía que la rodeaba la muerte, no sabía que su ser
más amado estaba señalado por el sino fatal del inmediato deceso.
El nudo que oprimía
su garganta se le deshizo de pronto en gruesas lágrimas sin que él pudiera
evitarlo. Era la segunda vez que el llanto lo sorprendía desde que era un
hombre. La primera vez fue cuando enviudó. Siempre se llora por los que se
mueren, todo el mundo siente una gran pena por sus deudos; sin embargo, ahora
él tenía un motivo distinto, lloraba por su madre, quien se iba a quedar sola
en este mundo tras su muerte.
Como el llanto casi
siempre es un buen paliativo para aliviar las penas, después de haber
desahogado la opresión del pecho se sintió de mejor ánimo; se tomó otra taza de
la tisana que le había preparado su mamá y se forjó un firme propósito: los
días que le restaban de vida los iba a dedicar por entero a hacer feliz a su
madre, simplemente los viviría de forma intensa al lado de su vieja. «Lo más
importante en la vida no es el tiempo pasado, sino el que nos queda por vivir»,
pensó. Con en ese pensamiento se dio nuevos ánimos; preparó una bebida bien
helada y se la llevó a su mamá.
—¿A qué se debe ése
ánimo de renovación, ah, madre?
—Ya lo ve, hijo; aquí
tratando de darle un nuevo aliento de vida a esta casa. ¿Cómo le parece? —dijo
ella dando la vuelta en redondo con una mano extendida para señalar todo el
trabajo que había hecho.
—Bonito, muy bonito.
Todo se ve muy lindo, pero usted debe estar muy cansada, mi vieja. ¿Dígame en
qué la puedo ayudar? Pero ¿cómo hizo para mover esos tiestos tan pesados?,
¿acaso vino alguien a ayudarla, o qué? Usted ya no está como para que se ponga
a hacer tanta fuerza, recuerde que los médicos siempre le han dicho que no haga
ningún trabajo pesado. Déjeme recoger la basura, siéntese tranquilita que yo
termino de hacer lo que falte —dijo mientras recogía la basura con un rastrillo
y la echaba en un saco. Después cargó un balde de agua y regó todas las
plantas.
Su mamá, sentada en
una silla mecedora que estaba en el corredor, lo observaba sonriente. Le
pareció que su hijo tenía muy buen semblante, además, lo veía bien alegre
mientras recogía la basura y regaba el jardín. «Tenemos que pintar la casa», propuso
él. «También tenemos que renovar algunos muebles —agregó su madre
entusiasmada—; quiero que todo luzca bonito y lleno de una nueva vida».
Hablaron como muy
pocas veces lo hacían. Hicieron planes para pintar la casa y hacer algunos
arreglos que desde hacía tiempo venían posponiendo. Se prometieron el propósito
de empezar cuanto antes la restauración de la casa, principalmente la reparación
del techo que ya tenía algunas filtraciones. Jesús María, muy entusiasta, buscó
papel y lápiz y trazó un dibujo de las modificaciones que comprendería la
restauración de la casa. Su mamá estuvo de acuerdo en casi todo. Lo único con
lo que ella no estuvo de acuerdo fue con alquilarles las habitaciones a
estudiantes. «Los cuartos deben estar disponibles por si nos visita algún
familiar, o algún amigo suyo», argumentó ella.
—Hace tanto tiempo
que no nos visita nadie —dijo él— que no creo que ahora se vaya a presentar alguien
por acá.
Estaban sentados en
el diván mirando hacia el jardín, él la tenía abrazada por los hombros; ella
había logrado contagiarle al hijo su deseo de renovación y eso la hacía muy
feliz, además, sentía como si lo hubiese rescatado de los brazos de la muerte.
Recostada en su pecho y conversando de proyectos a largo plazo comprendió que
había sido una tontería la angustia que había padecido durante la mañana.
Después la conversación derivó hacia domesticidades.
Cuando empezaba a
oscurecer cenaron con sendas tazas humeantes de cacao con leche de cabra y
paledonias. Esa tarde fueron muy felices con sus propósitos de renovación del
hogar. Sin embargo, los proyectos más hermosos concebidos al calor del
optimismo idealista, luego la realidad se encarga de ponerlos en su verdadero
sitio; es decir, en su justa dimensión, y a veces quedan terriblemente
desbaratados por lo incierto y lo agraz de la vida.
Por la noche, después
de un sueño escabroso, Jesús María despertó con una sensación asfixiante y un horrible
dolor de garganta. Sentía como si le hubieran clavado mil espinas hirientes
dentro de su garganta y que de alguna manera todas estuvieran sincronizadas por
no sabía qué maldito engranaje que las hacía entrar y salir profundamente.
La espalda y el pecho
los sentía abrasados por millares de puntos ígneos que parecían centellear y
avivarse con cada respiro, por lo que se mantenía como una fogarada al rojo
vivo. Ardía en fiebre. La tos era una expiración profunda que terminaba en un
sonido sepulcral; una auténtica tos de perro viejo. No tenía fuerzas ni para
abrir los ojos, que además le lagrimeaban constantemente como un manadero
salobre. «Es el final», pensó. Ya se había forjado la convicción de que eran
dos semanas las que todavía le quedaban de vida, por lo que había concebido
planes de todas las cosas que podría realizar en todo ese tiempo. Hacía apenas
unas horas que había estado hablando con su madre de los proyectos de
renovación de la casa y los dos estuvieron muy felices con los planes de restauración.
Pero ahora parecía
que se iba a interponer un obstáculo insalvable con el cual no había contado,
aunque era un imprevisto conocido. «Sí, está bien, ya estaba advertido; sabía
que la muerte le estaba pisando los talones, que lo tenía señalado con su dedo
descarnado, que lo tenía encañonado y con el dedo en el gatillo; pero, ¡coño!,
tampoco la vaina era para tanto, ¿por qué tanta prisa? ¿Acaso era necesario que
se apresurara tanto?»; refunfuñaba consigo mismo.
Estaba acostado en
posición fetal y mantenía las manos alrededor del cuello como queriendo
estrangular al dolor; aunque por la presión que ejercía parecía como si fuera
él mismo quien se dispusiera a acabar de una vez por todas con su vida. Quería
levantarse para quitarse la ropa y abrir la puerta para que entrara aire fresco
a la habitación. Sin embargo, se sentía tan débil que no creía tener las
fuerzas suficientes como para estar de pie ni unos minutos, ni siquiera creía
poder mantenerse sentado en la cama para desvestirse. Intentó llamar a su mamá;
pero su voz era solo un murmullo apenas audible para él mismo. Temió lo peor y
pensó que podría ocurrir de un momento a otro.
Cuando era muy joven
mantenía la efímera esperanza de que en el último instante de vida, la muerte
debería dar alguna señal evidente; pero que fuera algo más que un simple
presentimiento o una corazonada; es decir, nada de premoniciones, sino una
muestra tangible. ¿Tal vez una visión? No, así no, más bien tenía que ser una
aparición real, aunque fuese muy fugaz, y que dijera algo así como: «Yo soy la
Muerte, te llegó la hora y vengo por ti». Lo que siempre le parecía absurdo era
que se presentara de improviso y sin aviso, o sea, como el ladrón que actúa con
alevosía amparado en la oscuridad, además, que cayera sobre su elegido con un
zarpazo fatal sin darle tiempo siquiera de verle la cara a su agresor, sin
dicha ni dolor ni miedo; o que se presentara con la felicidad simple del trance
al sueño, de lo cual nunca podemos percatarnos.
Sin embargo, con el
tiempo se convenció de que era un absurdo tal suposición porque la muerte no
era ninguna entidad superior, ningún ser intangible siquiera; sino que nada más
es la otra cara de la vida. Así que el muerto es el único que no se entera que
ha muerto.
En ese instante oyó
la hora que dio reloj de la sala: dos campanadas. «Nada más las dos de la
madrugada, es un día acabado de nacer», pensó. Un día más en su vida, tal vez
el último, si era que amanecía con vida, porque sentía un quebranto tan
demoledor que empezaba a dudar de que pudiera alcanzar a ver los rayos del sol
de ese día. A lo lejos, la quietud y el silencio de la noche fueron
interrumpidos por el alboroto de unos perros encarnizados con algo o con
alguien. A esas horas de la noche había tal silencio que podía escuchar
claramente hasta el bombo de su corazón.
Mientras la calentura
lo iba sumiendo en un abismo infinito, en una ciénaga pantanosa, en el vértigo
infernal de la caída a la vacuidad; en un último destello de lucidez escuchó un
martilleó inclemente producido por una gota de agua en el fregadero; el goteo
se fue haciendo tan nítido que era como si las gotas le estuvieran cayendo
directamente sobre la cabeza produciéndole un insufrible dolor, y se volvían
cada vez más tormentosas porque a medida que iban cayendo, al mismo tiempo alguien
elevaba más y más la fuente de donde manaban para que el golpe fuese
insoportable; poco después ya no eran gotas de agua, sino que eran cántaros de
agua que se reventaban en el fregadero como explosiones de bombas que le
astillaba la cabeza en mil pedazos. Era la más despiadada y enloquecedora
tortura china.
De pronto se vio
caminando sobre un terreno humoso; pero era como caminar sobre un pantano de
fuegos álgidos, porque sentía que la piel se le quemaba por el frío, estaba
aterido y temblaba sin control alguno. A continuación sintió como si estuviera
caminando sobre la erupción de un volcán, ya que por todas partes se veían
reverberaciones de una lava sulfurosa, todo el lugar estaba hirviendo. Si bien
había una neblina espesa; ora por ahí, ora por allá le parecía distinguir los
esqueletos carbonizados de árboles inmemoriales; era como estar en un bosque
devastado por un voraz incendio donde los restos de árboles ya prácticamente
reducidos a cenizas estuvieran todavía humeantes. El silencio era denso y
sepulcral, parecía acabado de hacer, era como si nada ni nadie hubiera emitido
nunca antes el más leve sonido. Dio la vuelta en redondo para comprobar si
había algún camino de salida de tan tétrico lugar. Nada. Por todas partes y en
todas las direcciones era lo mismo; sin duda estaba en el centro de un sitio
que parecía no tener límites, sintió el naufragio de estar en el centro de un
océano donde lo único que podía divisarse era cielo y agua; pero aquí el cielo
era una niebla amarillenta y densa, y el agua era como una espesa sopa de
cobre.
Metió las manos en la
espesa masa reverberante para tener una idea más apropiada sobre la materia de
la que estaba hecha; sin embargo, la tuvo que soltar en el acto con un gesto de
repulsión y horror, lo que vio lo llenó de espanto y trató de quitarse del
sitio en el que estaba; entonces corrió, y en su penosa carrera se cayó en uno
y en otro lugar.
Cuando se hubo
alejado lo suficiente del anterior sitio volvió a recoger otra vez un poco del
líquido pastoso; pero en todas partes era igual y aun en pequeñas cantidades
seguía haciendo erupciones que terminaban en bombitas como burbujas de jabón y dentro
de cada burbuja volvió a ver lo que le había asustado tanto la primera vez; es
decir, que se veían los rostros de personas desfigurados por algún terrible
padecimiento. Inmediatamente la volvió a soltar; no obstante, comprendió que
era inútil cambiarse de lugar, y sintió el horror de saber que estaba parado
sobre esa extraña masa en ebullición que parecía contener a millares de seres
en perpetuo sufrimiento. «¿Dónde diablos estoy?», se preguntó intrigado. «En el
Infierno», le contestó una voz. Se quedó desconcertado. «Quiere decir que ya
estoy muerto», indagó él. «Todavía no has muerto —respondió la recóndita voz, y
enfatizó—: por eso esta vez vienes sólo de visita».
—¿Qué hago aquí? —quiso
saber.
—Ya te lo dije antes
—respondió la voz—, estás de visita.
—Esto no es real, no
es más que un sueño, ¿verdad? Pronto despertaré y esto no habrá sido sino una
fea pesadilla —dijo Jesús María.
—Puede ser… —le respondió
la voz—. Tal vez esa sea la única salida.
—¿Quieres decir que
no hay ninguna otra manera para salir de aquí?
—Aquí no existen los
caminos de regreso —le confirmó la misteriosa voz.
—¿Entonces por dónde
se llega? —volvió a preguntar él.
—La verdad es que todos
los caminos conducen al Infierno —le reveló la voz. A continuación le oyó decir
en tono burlón—: Aquí se llega por todos los caminos del placer: tanto del
cuerpo como de la mente. Se puede decir que casi no existe escapatoria.
—Pero las religiones
enseñan que son muchos los senderos del bien que conducen al cielo —replicó él
a pesar de su irreligiosidad.
—¡Bah, bah!, ¡ni te
creas, hijo! Nadie coge por senderos escabrosos. Mis caminos son mucho más
fáciles de seguir —dijo la voz.
—Y hablando de otra
cosa, ¿quién eres y dónde estás? —inquirió muy interesado.
—Soy Lucifer, y estoy
en todas partes —oyó decir. Al instante se formó un gran haz de luz y de ahí
salió una figura esbelta y de tan radiante belleza que lo dejó embelesado y
boquiabierto.
—Quiere decir que el
diablo no es como lo pintan —dijo él—. Pensé que eras como un cabrío macho y no
un ser bello como un arcángel.
—La belleza es otra
de mis armas —confirmó Lucifer, y agregó—: además, toda mi vida he sido arcángel.
Antes de
desvanecerse como una materia volátil que se evapora en el aire, Jesús María le
oyó decir: «Ya debes regresar, elige el sendero correcto, y recuerda, no puedes
despertar aquí...».
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