RENACER. Novela juvenil.









RE N A C E R



Detrás de la más enigmática e inocente historia de amor,
             coexiste, a la vez, la primigenia historia sobre vampiros.












R E N A C E R
Adiel Cañizares



                                                                                                                      Para mis hijos:
Radwin Orielso
y Oriana Farha;
de ellos fue la idea.



ROSAS ROJAS






Su ancestral e ignoto gusto por la sangre lo vino a descubrir Vanessa el día que cumplía trece años; pero nada fue casual, sus remotos ancestros habían escrito que así sucedería. Sin embargo, por siempre le había de parecer un designio perverso de su hado que la revelación se hubiese dado por medio del amor.
Era domingo, 27 de octubre, día de su cumpleaños. Vanessa disfrutaba del mejor sueño matutino cuando su tía Elisa entró a la habitación para avisarle que un jovencito con un ramo de flores estaba parado frente a la entrada de la casa.
Al parecer, hoy todos estaban empeñados en estropearle el sueño dominical, su día predilecto para dormir hasta el mediodía, y con mayor razón si era el día de su cumple. Sus padres habían sido los primeros en visitarla, ellos entraron cantándole a capella el cumpleaños feliz; le siguieron las felicitaciones de su tía Elisa y la abuela Nurys. El último en ir a verla fue su hermanito, quien entró con más ánimos de fastidiar que de felicitarla. Y ahora de nuevo volvía su tía; pero el motivo por el cual la visitaba otra vez era muy importante para ella, razón por la cual se levantó de un salto y corrió hasta la ventana, y el tino certero de su corazón no la defraudó: era él. Dio saltos de júbilo y su rostro se iluminó con su angelical risa; después continuó dando muestras de alegría mientras se recogía el cabello y se arreglaba para salir a recibirlo. Su tía Elisa la miró sonreída, luego, con fingida sorpresa, le dijo: «¡Conque andamos de amores, eh!» Vanessa no respondió; pero le brillaron los ojos de un modo especial y rió feliz.
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Eran novios desde la fiesta de despedida de fin de curso escolar del año anterior. Le había dado el sí para que dejara de rogarle que le diera empate; pero esa vez solo le dio un beso ligero como despedida. Durante las vacaciones no quiso responderle las llamadas ni devolverle ningún mensaje de texto; no obstante, fue tal la persistencia de él que extravió su celular adrede y le envió un mensaje desde el teléfono de una amiga donde le informaba que su móvil se le había perdido. Durante las muchas horas de resistencia al amor se había prometido que cuando lo viera de nuevo, le iba a dar corte. Su planeada excusa iba a ser, en primer lugar, que sus padres no le permitían tener novio; por otra parte, también pensaba decirle que por ahora no tenía tiempo para andar pensando en ningún novio; ella no quería lastimarlo, sin embargo, en el caso de que él siguiera persistiendo, le diría que la verdad era que ella no estaba enamorada. Pero su corazón tenía otros planes y las cosas darían un vuelco distinto desde el inicio de clases del nuevo año escolar.
Cuando el 16 de septiembre cae jueves, como esa vez, inevitablemente se convierte en un día pésimo para el inicio del año escolar. Tanto los padres como los estudiantes están que se los come la pereza al término de las largas vacaciones, por eso empezar el año escolar un jueves es un calvario para todos; motivo por el cual, la inasistencia en un día como este siempre es masiva. Es como si existiera un acuerdo tácito, pues en casi todos los hogares se dejan oír las protestas de los estudiantes alegando que nadie va a clases cuando el año escolar se inicia un jueves. Sin embargo, algunos padres no ceden y obligan a sus hijos a asistir a la escuela. Pero la razón siempre la tienen los chicos; al volver al hogar ellos dicen la verdad cuando sus padres les preguntan sobre las actividades del día: “Nada, fueron muy pocos alumnos”, responden.
Vanessa no era partidaria de asistir al colegio el primer día de clases, ya fuese después de vacaciones, de inicio de año escolar o si caía a partir del miércoles. Sin embargo, esta vez tenía un motivo inquietante que le había estropeado las vacaciones, algo que quería resolver lo antes posible; la verdad era que le urgía terminar con ese noviazgo que calificaba de estúpido. Era como si quisiera quitarse un enorme peso de los hombros. Antes de acostarse puso la alarma del despertador a las cinco y media. Por la noche no durmió bien, tuvo pesadillas donde encontraba mil obstáculos para llegar al colegio, incluso soñó que llegaba volando; pero lo más traumático fue haberse dado cuenta de que estaba desnuda en el patio principal, y aunque nadie parecía percatarse de su desnudez, sin embargo, a ella no le alcanzaban las manos y la cabellera para cubrirse.
La alarma ya había sonado dos veces; ella apenas levantaba la cabeza para pararla, luego se decía a sí misma entre mohines de pereza: «Otro minutico más». Pero el despertador era implacable cada cinco minutos. A un cuarto para las seis entró su tía Elisa a la habitación para ayudarla a despertar. Su llegada coincidió con otro toque de la alarma. «¡Huy, qué horrible, me muero de sueño, tía!», se quejó Vanessa sin levantar la cabeza de la almohada, luego buscó el despertador para desactivar la alarma.
―Tía, préndeme el calentador, ¡porfis!―, musitó Vanessa muerta de sueño y se arropó hasta la cabeza.
―¡Uf, mija!, ya tiene rato prendido ―le respondió Elisa, luego le ordenó—: vamos, niña, no seas floja, levántate de esa cama de una vez por todas. Tú misma insististe en asistir hoy al colegio ―le recordó, enseguida encendió la luz y prendió el televisor.
Vanessa se desarropó la cara y miró a su tía con una amplia sonrisa. Elisa le bajó el volumen al televisor, pues su sobrina veía los vídeos a alto volumen mientras cantaba las canciones e imitaba los bailes para aprenderse los pasos en boga. Tendida en la cama con la cabellera derramada en la almohada y sonriente era como el ángel más hermoso del cielo, o, antes bien, era la virgen más bella que pudiera existir en la tierra. Elisa casi siempre se embelesaba con la belleza de su sobrina; para ella era la hija que siempre quiso, pero que aún no había podido tener. «Voy a terminar el desayuno», dijo Elisa y salió de prisa. Un instante después gritó desde las escaleras: «¡El calentador ya está listo!».
Esta vez Vanessa se bañó más de prisa que de costumbre. También se vistió con mayor prontitud. Media hora después cuando volvió su tía para decirle que el desayuno estaba servido, ella todavía estaba frente al tocador haciéndose un peinado que había visto en una revista juvenil. Enseguida dio un giro en redondo para que su tía le diera su opinión sobre cómo le quedaba el uniforme nuevo. Luego hizo unos pasos de modelaje y se quedó estática con una pierna estirada y la barbilla levantada, tal como se paraban las modelos en las revistas. Entonces le hizo la pregunta de rigor: «¿Cómo me veo?» Sonrió.
Su tía se deshizo en elogios; pero ella se los rebatió todos con un argumento irrefutable que resumía todo su desagrado: «Los uniformes son horribles, tía», dijo con una pícara mueca de descontento y otra vez rió.
―¡Qué horribles ni qué nada, chica! ―le rebatió Elisa, y de inmediato enfatizó—: además, lo que verdaderamente importa es el contenido y no el estuche.
―Pero, tía, o sea, no me vas a negar que con estas faldas hasta las rodillas una queda como una boba ―se defendió Vanessa imitando a una sifrina.
―¿Y qué quieres, ah, andar mostrando el trasero cada vez te sientas? Tú ya no eres una niña, mijita, y recuerda que los muchachos siempre andan mirando, bueno, tú ya sabes qué...
Las dos rieron. Luego Elisa palmeó las manos y le hizo gestos mudos para indicarle que se apresurara porque se les hacía tarde.
Vanessa sabía que el uniforme no le restaba belleza; pero de lo que si estaba fastidiada era de seguir usando la camisa azul, ella quería que este año pasara volando para poder ponerse la camisa beis.
Desde el inició del bachillerato en el nuevo colegio, Vanessa se opuso a que la llevara y la buscara el transporte escolar, eso la hacía sentirse ridícula e infantil. Aunque el Volkswagen de Elisa no era su carro favorito, ella prefería que su tía le hiciera el favor de llevarla y buscarla para no verse obligada a usar el transporte público. Sin embargo, el favor no le salía gratis, porque sus compañeros la fastidiaban diciéndole que llegó la niña bonita en su tortuguita. Los días en que su padre la llevaba en la camioneta, o cuando su mamá la llevaba en el Toyota Corolla, ella se sentía muy ufana; pero eso era ocasional, ya que ellos salían muy temprano o muy tarde para ella, y pocas veces se ofrecían a hacer el viaje solo para llevarla.
Su tía Elisa siempre le había repetido, a veces en broma y a veces en serio, que lo único que no había hecho por ella era haberle dado de mamar; ella la veía como su otra mamá y le estaba muy agradecida; pero lo que nunca podía perdonarle era su puntualidad infranqueable. Cada día del año escolar, ella estaba ahí a un cuarto para las siete, tal como lo estipulaba el reglamento. Sus compañeros la burlaban diciéndole que ella era la que abría el colegio; también la fastidiaban con el chiste de que estaba enamorada del portero y que por eso madrugaba para verse con él antes de que abrieran; tampoco faltaba quien le dijera que dormía en el colegio y que así nada más tenía que levantarse y listo. Sin embargo, esta vez fue ella la que apresuró a su tía para que llegaran temprano al colegio. Su tía Elisa lo tomó como un signo de madurez; pero ella lo estaba haciendo con otro propósito.
La mayoría de los alumnos se quedaban fuera del colegio conversando hasta la hora del timbre; pero Vanessa no podía hacer lo mismo, su tía se encargaba de acompañarla hasta la puerta y se cercioraba de que entrara. Ella se quejaba de esa precaución advirtiéndole que ya no era una niña; su tía le respondía que las niñas decentes no se quedaban dando espectáculos en la calle, lo decía por las chicas que se besaban con los novios a la vista de todos.
Ese día la directora del colegio estaba recibiendo personalmente a los alumnos en la entrada principal. «Buenos días, hermana Gregoria», saludó Vanessa y siguió de largo. La directora era una andaluza alta, flaca y envarada. Pertenecía a la Orden de las Hermanas Franciscanas; caminaba ágil y erguida, y su presencia era delatada mucho antes de su llegada por el manojo de llaves que siempre se colgaba en la cintura. Además de ser la directora, también era el verdugo con las Matemáticas en los dos últimos años del bachillerato. Todos los alumnos de la tercera etapa sufrían con ese filtro hermético. Aunque la mayoría pasaba con bajas calificaciones; no obstante, los alumnos de ese colegio eran los mejor preparados a la hora de presentar las pruebas de ingreso a las carreras de ciencia de las universidades, porque los conocimientos y la pedagogía de la directora eran excelentes. «Las matemáticas no admiten las medias tintas», era su lema constante.
Contrario a lo que suponía Vanessa, en el patio ya había un numeroso grupo de alumnos. Pero con la primera ojeada enseguida se percató de que eran los nuevos; así llamaban a los chicos del séptimo año. Al fin de cuentas, ella sí era la primera de ese día, ya que los nuevos no contaban a la hora de establecer la llegada al colegio. Se quedó pensando por un momento en el corredor principal, estaba indecisa y no sabía si atravesar el patio central y dirigirse hasta la cantina o retornar hasta la puerta de salida, el problema era que hoy la portera era la directora, por lo que no podía ni soñar con salir a la calle a esperar que, al menos, llegara alguien conocido. Su salvación fue la llegada de Nachi, su mejor amiga del séptimo año. Ella la llamaba Nachi para no decirle China, tal como la llamaban los demás compañeros; en realidad la chica se llamaba Liu Chang. Las dos se abrazaron y saltaron de alegría por el reencuentro y porque así ninguna de las dos se sentiría sola. Aun cuando no habían compartido la sección el año anterior, sin embargo, ellas seguían manteniendo la misma amistad que hicieron en el séptimo año; también compartían el mismo suplicio de la puntualidad inquebrantable de sus respectivas tías.
Después de los abrazos, besos y salticos de alegría juvenil, se hicieron las miradas escrutadoras de rigor, típico de las mujeres, ¡por supuesto! ―lo cual incluía la ropa, los zapatos, accesorios, peinado y maquillaje―; ya satisfechas, entonces decidieron hacer el recorrido por las carteleras de los salones para averiguar en qué sección les tocaba este año. De una vez subieron al segundo nivel, ya que el noveno año y la tercera etapa veían clases en ese piso. Al descubrir que compartirían nuevamente la sección, volvieron a abrazarse y a saltar llenas de desbordante alegría puberal. Una vez que Vanessa y Nachi averiguaron en qué aula y sección les correspondía este nuevo año, entonces bajaron las escaleras corriendo y se quedaron en el pasillo de la entrada principal para esperar a sus amigas.
Los chicos de séptimo año corrían como gacelas por los pasillos tratando de averiguar sus respectivas secciones y los profesores de cada materia.
Aunque al inicio de cada año escolar era normal que todos los alumnos experimentaran un cierto escozor emocional por la inquietud de no saber quiénes serían los nuevos compañeros ni quiénes serían los profesores de cada materia; sin embargo, para Vanessa este año tenía un motivo adicional de desasosiego, porque antes de salir de vacaciones había admitido ser la novia de André, decisión de la cual se arrepintió enseguida, y ahora ella quería poner punto final a su primer noviazgo.
Este año el interés primordial de Vanessa no eran las nuevas compañeras de sección, sino ver a André para terminar con él cuanto antes, ese era el motivo principal que ardía en su emocionado corazón. Ella no se explicaba el porqué de ese sentimiento si tenía la certeza de que no estaba enamorada de él, lo había aceptado solo como una travesura de su parte, también lo hizo para que él dejara de fastidiarla pidiéndole que fueran novios; bueno, eso había pensado ella en ese momento; pero luego se dio cuenta de que André sí se lo había tomado muy en serio, ya que comenzó a hacerle invitaciones a salir para estar juntos y también empezó a llamarla a cada rato, siendo esa persistencia suya la que terminó por colmarle la paciencia desde los primeros días.
En la medida en que iban llegando las chicas se producía un pequeño alboroto, pues se abrazaban, saltaban y gritaban emocionadas; luego la recién llegada subía las escaleras a la carrera para averiguar la sección en la que había quedado, hacía eso a pesar de que las amigas que habían subido antes le informaban la sección respectiva; pero a la recién llegada eso no la satisfacía y quería comprobarlo por sí misma, entonces se lanzaban todas a la carrera escaleras arriba para que lo corroborara, después volvían a bajar con la misma energía; así se lo pasaron las primeras tres horas de la mañana, ya que la coordinadora les había informado más temprano que a las diez de la mañana se reunirían en el patio central para la charla de bienvenida.
Durante el año anterior, las conversaciones y emociones de las chicas habían girado por lo general alrededor del inicio de la pubertad. Cada una tenía su amiga de confianza a quien le confiaba la emoción de su primera menstruación; pero casi siempre esa amiga también tenía otra amiga de confianza a la que le confiaba el secreto, así que pronto todas conocían el secreto del desarrollo de cada una. Aunque algunas eran unas veteranas en asuntos menstruales debido a que se habían desarrollado a partir de los once años; sin embargo, la mayoría de las niñas lo había alcanzado a los doce años. Vanessa fue una de las más precoces, ya que había alcanzado la pubertad apenas pasados los diez años. Las frases: “me bajó”, o “la tengo”, eran el pan de cada día. A muchas niñas, aún inexpertas, las sorprendía la regla sin ninguna previsión; pero en eso todas eran muy solidarias y siempre había alguna que tenía una toalla sanitaria en el bolso y se la prestaba o se la regalaba.
La psicóloga Alicia Bello era la orientadora juvenil, ella siempre estaba pendiente de las algarabías y los cuchicheos que se formaban en los baños del primer nivel, que era adonde acudían las estudiantes más chicas, y el asunto casi siempre era por una menstruación imprevista. Nachi fue la única que terminó el año escolar siendo impúber. Algunas amigas hasta la felicitaban, porque ella aún no tenía que pasar por los traumas de los dolores menstruales ni el fastidio y la incomodidad que significaba acostumbrarse a las toallas sanitarias. Pero algunas chicas al final del año anterior ya hablaban también de su primera vez.
Después del incesante cotorreo y el alborozo desbocado del reencuentro, Nachi le dijo a Vanessa que la acompañara al baño para confiarle un secreto. Se tomaron de las manos y subieron las escaleras corriendo, ahora que estaban en noveno año tenían derecho a usar los sanitarios del primer piso. Aunque en el colegio siempre les decían que podían usar cualquier área sin restricción de ninguna naturaleza; sin embargo, fuera de las disposiciones reglamentarias también existían otras reglas impuestas por los alumnos, y las hacían cumplir sin excepción. Una de ellas era que los baños de arriba, como los llamaban, estaban vetados para los nuevos; meterse ahí era exponerse a bofetadas, patadas y coscorrones, sobre todo en los baños de los varones; aunque las chicas tampoco se quedaban atrás y también imponían castigos a la que violara su territorio sagrado, y todo porque en los baños ocurrían cosas que las nuevas no podían saber.
Entre tanto, a los más chichos la curiosidad les carcomía las entrañas por averiguar lo que presuntamente ocurría allí; pero al desconocer los supuestos secretos de los baños del piso superior, ellos se recreaban en la imaginación y echaban a rodar toda suerte de chismes infundados.
Cuando Vanessa y Nachi entraron al baño encontraron a dos chicas del último año fumándose un cigarrillo. Una de ellas, la que tenía los ojos y la boca maquillados de negro, se colocó el dedo índice en la boca para indicarles que debían guardar silencio sobre lo visto. La otra chica las miró con desdén y les hizo la advertencia: «¡Cuidado con ir de chismosas, chamitas!», dijo después de lanzar una bocanada de humo. Al terminar de fumarse el cigarrillo que compartían alternativamente, lanzaron el filtro a la poceta y bajaron el agua; luego se enjugaron la boca con agua y compartieron el chicle de menta para disimular el olor a tabaco.
Vanessa y Nachi experimentaron un cierto regocijo por compartir uno de los inquietantes secretos de los baños del primer piso. Al quedarse solas, Nachi aprovechó para confiarle a Vanessa su secreto íntimo. La agarró de las manos con firmeza, luego sopló hacia arriba para despejarse la pollina crinada que apenas le deja ver los ojos rasgados e intensamente negros, entonces le soltó el barrunte: «¡Qué crees, chama!», dijo con voz atiplada. «¿Qué?», inquirió Vanessa con expectación. «¡Que ya...!», dijo sin ninguna precisión. Vanessa explayó los ojos todavía en las nubes. «¿Que ya qué?», preguntó con impaciencia. «¡Que ya me vino, chama!», dijo Nachi con un brillo especial en los ojos, entonces precisó emocionada: «Una semana después de salir de vacaciones, chama, por fin me desarrollé».
Para Nachi se había convertido en un asunto de vida o muerte el inicio de la pubertad, ya que en diciembre cumpliría los trece años y aún seguía siendo impúber en julio cuando terminó el octavo año. Las dos saltaron de alegría una vez que compartieron el secreto; todavía estaban abrazadas riendo y saltando cuando entraron unas chicas del último año. La forma como las miraron y la mirada que se hicieron entre ellas, les hizo comprender que le estaban dando una interpretación errada al motivo que compartían, por lo que decidieron salir del baño de inmediato.
 Vanessa estaba feliz por el reencuentro con sus amigas; pero su corazón era presa de emociones encontradas. Ella culpaba a su novio por el desasosiego que la embargaba. El primer día de clases perdonaban las llegadas tarde y ella había estado pendiente de la entrada principal durante toda la mañana, esperaba verlo llegar en cualquier momento; pero a las once de la mañana comprendió que André ya no iría ese día al colegio. Entonces lo odió con todas las fuerzas de su incipiente amor. ¿Cómo era posible que la hubiese dejado esperándolo? ¡Qué se creía el muy estúpido! ¡Ni que fuera la última Coca-Cola del desierto! ¡Ay sí, muy bello él! ¡Ridículo! Menos mal que no le había confiado a nadie que eran novios.
Solo esperaba que el muy estúpido no les hubiese contado a sus amigos que le había dado el sí, menos aún que le había dado un beso, que en realidad no fue más que un beso de despedida casi igual al que le dio a cada uno de sus amigos al despedirse; en fin, ¡un insignificante beso a flor de labios! Sin embargo, ese beso había tenido una trascendencia distinta, porque a pesar de que fue algo fugaz, ella sintió un extraño frío en las entrañas, un vacío en las tripas, un estúpido temblor de manos y, sobre todo, un susto inmenso en el corazón. Su tía lo notó nada más al verla y de una vez le soltó la pregunta a bocajarro:
—¿Qué te pasó que tienes cara de asustada?
Ella nada más pudo negarlo con la cabeza porque no le salieron las palabras.
La consecuencia de toda esa conmoción emocional fue algo por lo cual ella creyó odiarlo de inmediato, no obstante, no pudo evitar voltear para verlo por última vez antes de que su tía arrancara el Volkswagen. Y fue tal su resistencia a ese sentimiento desconocido que por eso no quiso verlo, ni responderle ningún mensaje de texto, menos contestarle las llamadas; sin embargo, cada vez que sonaba el celular lo miraba con ansiedad para verificar quién la llamaba, se conformaba con ver su nombre en la pantalla, luego, con gestos de fastidio dejaba caer el teléfono en la cama; pero la verdad era que no se atrevía a contestar para que él no le fuera a notar el aluvión de sentimientos desbocados que la embargaban.
Para que nadie se enterara de la persistencia de las llamadas y los mensajes de texto, puso el móvil a vibrar; hasta que se le ocurrió su genial idea de apagarlo por un tiempo y luego enviarle un mensaje desde el teléfono de una amiga para decirle que se le había perdido el suyo. Para evitar la tentación de leer los mensajes, los borró todos. Y para impedir que esa extraña sensación no le devorara las tripas y el corazón, ni la volviera una tonta que se tiraba en la cama sin hambre y sin sueño, ella había decidido como medida de protección que lo mejor que podía hacer era cortarlo; con ese propósito en mente había ido al colegio.
Pero ¿qué pasó? Que el muy ridículo no se presentó. Entonces ahora la ridícula era ella. ¿Para qué se había esmerado tanto en arreglarse? O sea, que fue en vano que ella se hubiese estrenado el carmín y el rubor que le regaló su tía a escondidas de su mamá, y que se hubiese mandado a hacer la pedicura el día anterior, y que se hubiese esmerado tanto en peinarse el cabello. Todo su esfuerzo resultó perdido porque a ese tonto simplemente se le había ocurrido no ir al colegio.
Para Nachi no pasaron inadvertidos el estado de ansiedad ni la actitud alelada de Vanessa, por eso le preguntó varias veces que si le pasaba algo. Pero como era algo que ella todavía no quería compartir con nadie, se lo negó siempre; sin embargo, antes de despedirse, aunque con una interpretación errónea de sus sentimientos, le confió que el problema era que tenía mucha rabia por alguien, que después le contaría todo.
Como represalia contra André, Vanessa no quiso asistir al colegio el viernes. A sus padres les dijo que no quería ir a perder el tiempo, que de seguro ocurriría lo mismo que el jueves; es decir, que por la baja asistencia no verían clases.
Al mediodía llamó a Nachi para enterarse de lo ocurrido ese día en el colegio; con disimulo preguntó por los asistentes; pero en realidad lo único que le interesaba era que le informara si André había ido. Su interés inconfesado era que él sí hubiera asistido al colegio y que al igual que ella hubiese sufrido por su ausencia. Pero se sintió desilusionada y frustrada, porque entre todos los nombrados por Nachi no escuchó el nombre de André. ¿Sería que él no fue, que ella no lo vio, o quizás olvidó mencionarlo? Por ahora su dilema seguiría irresoluto, ya que ni por casualidad pensaba preguntar directamente por André. Eso la hubiese puesto en evidencia ante Nachi, así que se abstuvo; para ella su noviazgo era un secreto bien guardado, bueno, al menos de su parte.
Durante el fin de semana volvió a darle las mil y una vueltas al asunto, su pensamiento volaba en las alas blancas de sus emociones encontradas: por un instante lo amaba y al momento lo odiaba. Pero su resistencia se imponía y la hacía llegar siempre al mismo punto de partida; es decir, que debía terminar con André en la primera oportunidad que lo viera.
El fin de semana se sintió agotada de tanto pensar en lo mismo; había padecido de insomnio, no comió con regularidad y estuvo ensimismada, irritable, huraña; el mejor pretexto para justificarse ante su familia, sobre todo con su tía, se lo dio la menstruación. Elisa le preparó infusiones de canela entera por si el malestar era debido al frío de vientre, también le preparó tomas de flores de manzanilla por si tenía coágulos en el útero y estuviese presentando problemas para expulsarlos, tal como le ocurría a ella, y se los reforzó con los medicamentos que ella misma tomaba.
El lunes amaneció neblinoso y bajo amenaza de lluvia. Vanessa se sintió fea por la sombra violácea de las ojeras. Como desayuno nada más aceptó el café con leche porque no tenía apetito. Para que su tía no se preocupara le dijo que desayunaría en la cantina durante el receso.
Un camión accidentado en la avenida ocasionó un atasco de tránsito que las retrasó por casi media hora. Cuando Vanessa entró al colegio se encontró con que todos los alumnos estaban en el patio esperando por la celebración de una misa. Era una nueva modalidad que la directora quería imponer en el colegio porque, según manifestó, era necesario reforzar la fe católica en los jóvenes.
El colegio funcionaba en una edificación que después de varias modificaciones durante los últimos treinta años había terminado convertida en tres edificios rectangulares que le daban la forma de una “U” abierta hacia el norte. El edificio del frente tenía tres pisos, en el último piso funcionaba la parte administrativa y la dirección del colegio; los edificios laterales eran de dos pisos, esas eran las edificaciones más extensas y estaban dedicadas exclusivamente para las aulas de clases; todo el patio central estaba techado al nivel de los edificios laterales. Hacia el fondo quedaban las canchas deportivas y el edificio de residencia de las monjas.
La matrícula actual del colegio Santa Sofía de la Piedad era de cuatrocientos ochenta y seis alumnos, los cuales, reunidos al mismo tiempo en el patio central constituían una multitud que producía un ruido ensordecedor; por otra parte, como los muchachos no se quedaban quietos ni por un momento, por eso daba la impresión de ser una marea humana que se bandeaba de lado a lado del patio.
Vanessa se sintió perdida en su propio colegio. Una vez que traspasó el improvisado altar que habían ubicado en el pasillo de la entra principal, enseguida se vio empujada hacia el interior del patio por la corriente de alumnos en constante movimiento. Por más que se empinaba no podía ver a ninguno de sus compañeros. Al parecer los alumnos que estaban en la parte delantera eran los de octavo y los nuevos, que este año parecía que habían ingresado más que los años anteriores.
Vanessa se detuvo detrás de una columna del corredor para que no la siguieran forzando a caminar sin ninguna dirección específica; para tener una mejor visión del patio se subió en la base de una columna; sin embargo, no vio a nadie conocido. Resignada a quedarse sola hasta que terminara la misa, sacó el MP4 y se dispuso a escuchar música, lo único que esperaba era que no la descubriera ningún docente o alguna de las monjas y la regañara; para estar pendiente de lo que se dijera durante la misa, nada más se colocó un audífono. El profesor de Artística comenzó a probar el sonido. Al momento hizo acto de presencia la directora. El profesor le cedió el micrófono y ella, después de la salutación de bienvenida, inició un discurso de contenido moralista y religioso.
El sonido de los altavoces era alto; pero el rumor del parloteo de los alumnos no se quedaba atrás, y si a eso se le sumaba el sonido de la música por el auricular, en realidad no era nada fácil escuchar con claridad; razón por la cual, Vanessa apagó el MP4. Pensó en seguir hasta el fondo del patio donde seguramente estaban todos sus amigos, no obstante, como la directora había solicitado que los alumnos se acercaran al altar, ahora era casi imposible caminar hacia allá. De momento parecía que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba. La directora anunció la llegada del sacerdote y el consecuente comienzo de la sagrada misa.
La liturgia se inició con el santiguamiento. Acababa Vanessa de persignarse cuando unas manos suaves le cubrieron los ojos. De inmediato sintió la proximidad de un cuerpo a sus espaldas, luego un perfume varonil muy agradable saturó su olfato. Quizás se trataba de cualquiera de sus amigos, sin embargo, un susto inexplicable se apoderó de su corazón. Ella rozó con suavidad las manos desconocidas, los dedos eran largos y delgados, entonces se acrecentó el aceleramiento de su corazón porque ella conocía unas manos así. Las manos ignotas atraparon sus dedos, después dejaron de cegar sus ojos y descendieron hasta convertirse en un cálido abrazo. Por un momento ella permaneció con los ojos cerrados, su intuición no la podía engañar, tenía que ser André. Seguidamente, él sumergió la cabeza en la hondura del hombro de ella y sobrevivieron abrazados durante unos segundos eternos; para ellos fue creado un vacío en el tiempo, un instante absoluto, una burbuja en el tiempo. A continuación, y sin deshacer el abrazo, ella giró sobre sus talones y quedaron frente a frente, entonces él tuvo el arrojo que la necesidad del amor provoca en los enamorados: la besó. Se besaron. Fue el primer beso de amor para ambos. En ese instante la realidad dejó de existir para ellos, pues fueron transportados en un halo seráfico al edén del primer amor.
El amor perfecto no necesita las palabras, solo necesita dos corazones latiendo al unísono, dos almas fusionadas en un abrazo, y para fundirse en una sola materia nada más hace falta el deseo ignífero de dos bocas ansiosas, dos bocas ávidas de besos; es decir, dos bocas deseosas de beber el néctar contenido en la divina copa de los labios del ser amado.
Todos los propósitos y tormentos de Vanessa se diluyeron con la delicia de ese beso. Su claroscuro mundo de amor-odio quedó embellecido por una claridad áurea. Después del beso quedaron enmudecidos, sus miradas mutuamente embelesadas parecían pétreas y una sonrisa angélica iluminaba sus rostros. A partir de entonces se amaron con todas las fuerzas de sus inocentes corazones; y aunque breve, fue el más grande y puro amor que muy pocas almas alcanzan alguna vez.
******
Vanessa se asomó de nuevo a la venta y esta vez sus miradas se cruzaron, fue una mirada fugaz y, sin embargo, estuvo llena de una comunicación tan afectiva que únicamente dos personas enamoradas lo podían entender. Era muy emocionante que él le llevara flores. «Tía, dile que ya bajo, ¡porfa!», le rogó a su tía con la mirada iluminada de felicidad.
A Elisa no le hubiese parecido nada suspicaz que alguien le llevara flores a su sobrina el día de su cumpleaños; pero la manifiesta alegría de Vanessa era algo que dejaba entrever la existencia de un romance. Lo que la desconcertaba era que no le hubiese dicha nada, siendo que entre ellas no había secretos; por lo que supuso que se trataba de algo muy serio como para que se lo hubiese ocultado.
Vanessa estuvo lista en un santiamén. Salió a la carrera con su corazón desbocado de felicidad. André seguía en la acera frente a la entrada de su casa. Elisa le había gritado desde el porche que ya salía su sobrina.
Él tenía una docena de rosas rojas acunadas en el brazo izquierdo, las rosas estaban dentro de un envoltorio de plástico transparente que tenía dibujadas unas florecitas rosadas. En la mano derecha llevaba la tarjeta de felicitación.
Vanessa le saltó al cuello y se abrazaron por un instante. En cada reencuentro siempre pasaban por un momento de turbación; la manera inmediata que habían descubierto para sosegarse era mediante los abrazos; entonces suspiraban con tranquilidad y pasaban a los besos, que en realidad era la única vía de deshago que calmaba el mar agitado de sus corazones. Esta vez prescindieron de los besos, pues Vanessa temía que su tía Elisa los estuviese vigilando.
André quiso entregarle a Vanessa las rosas y la tarjeta al mismo tiempo; entonces la hesitación del momento los embargó a ambos y el ramo de rosas se le resbaló de las manos; él las atrapó al vuelo; pero se pinchó el dedo medio de la mano derecha con una espina. André no le dio ninguna importancia y Vanessa ni se percató del incidente. Sin embargo, fue el inicio de una gran tragedia y el descubrimiento de una alteridad jamás sospechada por ninguno.
Vanessa leyó la única frase de la tarjeta: “Tan rojas como el amor que corre por mis venas”. En ese instante ninguno de los dos podía sospechar ni remotamente el infortunio tan trascendental de la dedicatoria. «¡Qué lindas!», exclamó Vanessa. Luego tomó el ramo de rosas y las olió con los ojos cerrados, entre tanto, una hermosa sonrisa se dibujaba en su inocente rostro, entonces le agradeció el detalle.
—¡Gracias, todo está bellísimo! —dijo emocionada y sonreída.
Como estaban frente a la casa de Vanessa, los dos se comportaban cohibidos y de momento no sabían qué hacer ni qué decirse; sin embargo, por padecer el embrujo de la maravillosa idiotez del amor no dejaban de mirarse alelados y sonrientes, y sus rostros eran iluminados por el fulgor que irradia la felicidad del amor pletórico. André, en su no saber qué hacer producido por el éxtasis de felicidad que lo embargaba, de pronto se llevó la mano al rostro. Vanessa explayó los ojos y ahogó con la mano una expresión de susto. A él le había quedado la mejilla llena de sangre. En ese momento fue que se percataron de que la camisa también la tenía manchada de sangre.
Los dos se asustaron muchísimo y buscaron de inmediato el origen del sangrado. Era del dedo corazón que él se había pinchado cuando cogió el ramo de rosas al vuelo para que no se cayera al piso.
—¡Ah! —exclamó él al saber de dónde provenía la sangre, mientras tanto, sonreía nervioso.
―¡Vamos para curarte! ―apremió Vanessa preocupada.
―¡No, no es nada! ―dijo André, ya recuperado del susto inicial.
―Pero es que no deja de sangrar ―le hizo ver Vanessa.
―Es solamente una puyada; pero si sigo sangrando vamos al hospital para que me agarren puntos ―dijo él en broma.
André se apretaba con fuerza el dedo medio contra el dedo pulgar para contener el flujo continuo de sangre. Mientras permanecía con los dedos apretados dejaba de manar la sangre; pero al soltarlos de inmediato comenzaba a sangrar de nuevo. Todo empezaba con una gota mínima, sin embargo, pronto se convertía un goteo permanente.
Vanessa le tomó la mano entre las suyas, luego ella misma le hizo presión entre el índice y el pulgar. De pronto un anhelo irresistible la llevó a chuparle el dedo. «Me voy a chupar tu sangre como si fuera una vampira», le dijo ella con inocente picardía. «Sí, bebe, ese va a ser nuestro pacto de sangre, así sellamos nuestro amor por la eternidad», la retó André. Los dos rieron. Vanessa aceptó el desafío y le volvió a succionar el dedo. Esta vez la boca se le llenó de sangre, de pronto el goteo minúsculo parecía como si se hubiese convertido en una fuente muy fluida. Vanessa se sintió tentada a escupir la sangre, tenía un sabor ferruginoso que en principio le repugnó; no obstante, después tragó varias veces.
Haber bebido la sangre de su novio le produjo una inexplicable sensación de felicidad. Era como si en verdad hubiesen sellado un pacto sagrado; tal parecía que las expresiones de ambos habían tomado un giro literal. Vanessa levantó la mirada y vio que André estaba pálido. Ella se asustó mucho porque supuso que lo estaba desangrado. En contra de la voluntad de André, Vanessa lo obligó a entrar a su casa para curarlo.
Elisa le limpió el dedo con alcohol y lo vendó con gasa y adhesivo. No le hubiera dado ninguna importancia al asunto de no haber sido porque vio que tenía la camisa manchada de sangre, lo que no parecía corresponderse con una simple aguijoneada con una espina. Vanessa se lo presentó como un compañero de clases; pero como su tía la miró fijo a los ojos, entonces a ella, un tanto ruborizada, no le quedó más remedio que admitir que eran novios.
Los padres de Vanessa no estaban en casa, habían salido temprano, se encontraban de compras en el hipermercado. Vanessa se sentía feliz porque André estaba en su casa. La abuela y su hermanito aún no se habían levantado, por otra parte, como su tía se encontraba en la cocina, a ellos no los perturbaba nadie en la sala principal de la casa. Ella insistía en que André se quedara para que conociera a sus padres, quienes no tardarían en llegar. De momento les diría que era un compañero del colegio que había ido a felicitarla por su cumpleaños, ella estaba segura de que su tía les guardaría el secreto. Entre tanto, no dejaban de llegar los mensajes de texto y las llamadas de sus compañeros de colegio para felicitarla. A todos los invitaba a su cumple, les decía que fueran por la tarde, a partir de las tres, para que le partieran la torta y echaran broma.
André se marchó a las once y treinta de la mañana sin conocer a los padres de su novia.

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